La Resurrección del Señor

Pascua – Página 4 – Espiritualidad digital

Nuestra hora

Concluye Jesús sus palabras de despedida y, antes de salir del Cenáculo, eleva los ojos al cielo: Padre, ha llegado la hora.

El comienzo de la oración sacerdotal es seco, estremecedor: Ha llegado la hora, esa hora tan esperada desde las bodas de Caná, y que ha ido conformando el ruido de fondo de un tictac, de un reloj en marcha atrás, durante todo el evangelio de Juan. Las manillas han llegado a las doce. Nunca había sido tan tarde. Nunca había sido la noche tan oscura. Jesús es consciente de que en esa hora todo está en juego, de lo mucho que depende de que Él esté a la altura, sea fiel y glorifique a su Padre.

No sé si lo somos nosotros. ¡Dios mío! Cuántas cosas dependen de nuestra fidelidad. Creemos que ayudaremos a los demás porque digamos frases acertadas o hagamos lo correcto, y no es así. Lo que los demás necesitan es que seamos fieles, que comencemos nuestra oración a su hora (¡nuestra hora!), que cumplamos con esas mortificaciones que nos habíamos propuesto, que nos levantemos de la cama a la primera, conscientes de que «nuestra hora» llega cuando suena el despertador… Así redimiremos la tierra.

(TP07M)

“Tú, pecador

Cuando Jesús se corrigió a sí mismo

Mientras Jesús se despide de sus amigos, de repente interrumpe el discurso y se corrige a sí mismo: Está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo.

¿Qué pensamiento cruzó su cabeza durante aquel «mejor», qué le hizo cambiar del futuro al pasado el tiempo verbal? Mientras hablaba en futuro de esa hora en que sus amigos se dispersarían, pensaba en Getsemaní. Pero, al mirarlos, sus ojos se posaron en aquella silla vacía, la de Judas. Y, sobre la marcha, cambió el discurso: Mejor, ya ha llegado.

Y, tras el atrevimiento con que el sacerdote se introduce en el pensamiento del Hijo de Dios, respaldado por un apóstol que afirma que tenemos la mente de Cristo (1Co 2, 16), llevemos la aventura hasta el final. Miremos a los ojos del Señor y escuchemos su llanto durante ese «mejor»:

«No te vayas también tú, quédate a mi lado, no me dejes solo. Porque, si te alejas de mí, en el mundo tendréis luchas. Quédate conmigo, yo he vencido al mundo, en mí encontrarás la paz. Y yo te llevaré, a través de la Cruz, al cielo».

(TP07L)

“Tú, pecador

La apoteosis de Cristo en los cristianos

ascensiónAntiguamente, la apoteosis era el momento en que el emperador romano resultaba elevado a la categoría de dios. Se trataba del gran triunfo, la exaltación suprema. Carros y caballos, soldados y generales recorrían las calles, mientras la población se deshacía en vítores y alabanzas. Un día de gloria. Gloria falsa, pero ¡cómo brillaba! Hoy, en Occidente, no hacemos eso con los gobernantes; pero lo hacemos con los equipos de fútbol cuando ganan un campeonato.

Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. La Ascensión de Cristo supone su glorificación, su exaltación sobre todo poder visible e invisible, y supone también –dice la oración Colecta de la fiesta– «nuestra victoria». Ni ha habido ni habrá un triunfo mayor. Pero el mundo está a oscuras, y el mal parece seguir ganando terreno.

No es verdad. Toda la Naturaleza celebra a Cristo, el sol lo ensalza y lo confiesa la luna. Un brillo invisible, que brota de las almas en gracia, proclama su victoria. Y el testimonio gozoso de los cristianos, proclamado al oído en confidencias de amistad, extiende su gloria por toda la tierra. Id y haced discípulos, he ahí la apoteosis de Cristo en los cristianos.

(ASCA)

“Tú, pecador

Conocimiento luminoso

Seguramente, todos rezamos estos días la secuencia al Espíritu Santo. Y en ella pedimos: «Manda tu luz desde el cielo». Contemplemos esa luz.

Viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente. Con toda seguridad, estas palabras del Señor van referidas a la venida del Espíritu Santo al corazón del creyente. Y, en concreto, al don de sabiduría, que trae al alma la noticia de Dios, la dulzura de su Amor y el conocimiento de su gloria. El don de sabiduría nos permite «saborear» a Dios o, como dice el salmo, «gustar» qué bueno es el Señor (Sal 34, 9). Pero ese «claramente» no significa que hable con palabras inteligibles, sino que el Paráclito hablará del Padre con claridad, con luz.

He ahí la luz venida del cielo. Ella iluminará el alma, y hablará de Dios más que ninguna palabra humana. Porque quien recibe el Espíritu conoce lo inefable, y se llena de gozo en ese conocimiento como se alegra el joven enamorado mientras contempla el rostro sonriente del ser querido.

Lo curioso es que entonces, cuando más sabes de Dios, es cuando no puedes responder a la pregunta: «¿Quién es Dios?»

(TP06S)

“Tú, pecador

Me conocerás y te conoceré

Ayer comenzamos el decenario al Espíritu Santo. Y lo hicimos, como siempre, con retraso, porque el Señor lleva ya varios días preparándonos, en el evangelio de la Misa, para recibir al Paráclito.

También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón. Pasado mañana celebraremos la Ascensión del Señor. Y recordaremos que Cristo ha sustraído su rostro a nuestros ojos, dejándolos tristes. Pero, tan sólo una semana después, llegará Pentecostés, y el Señor volverá, como dice, a vernos. A vernos y a que lo veamos, aunque no será con los ojos. Será incluso más dulce, aunque los ojos sigan llorando su ausencia.

El gozo es uno de los frutos del Espíritu. Se alegrará nuestro corazón, porque el Paráclito trae la mirada amorosa de Cristo a lo profundo del alma. Nos sabremos sondeados y conocidos por Él, como acariciados interiormente por sus ojos. Dice el Apóstol: ¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Del mismo modo, lo íntimo de Dios lo conoce solo el Espíritu de Dios (1Co 2, 11). A la vez que somos conocidos por Él, Él nos mostrará las profundidades de Sí. ¡Cómo no alegrarse!

(TP06V)

“Tú, pecador

Los «pocos» del Señor

Los «pocos» del Señor son nuestras soledades. Él mide el tiempo de otra manera, no es como nosotros. Nosotros siempre tenemos prisa, Él es experto en paciencia y juega como un niño con el calendario.

Dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver. Al final, uno tiene la sensación de que, con Jesús, siempre hay que esperar un «poco». De repente, se retira de nuestra vista, oculta su rostro y nos deja a oscuras. Nosotros, entonces, nos desesperamos como si nunca hubiera estado con nosotros, como si todo hubiera sido un sueño, el fruto de una mala sugestión o de un engaño. Y Él, de nuevo, nos dice: «Espera un poco». Es cierto, al poco rato aparece de nuevo, pero ese «poco» ha podido durar años. Más de cuarenta llevas pidiéndole al Señor, día tras día, la gracia de un alma. Y siempre entiendes que debes pedir un «poco» más. Se te hace largo, muy largo, pero cuando el Señor te conceda esa gracias verás que ha sido un «poco».

Y, cuando estemos en el cielo, y nos pregunten cuánto hemos vivido, responderemos: «Un poco». Sólo que ahora se nos hace largo.

(TP06J)

“Tú, pecador

El dulce soplo y la maldita sopladora

Poco antes, Jesús anunciaba: Volveré y os llevaré conmigo (Jn 14, 3). Él siempre vuelve para llevarnos, para sacarnos de donde estamos y conducirnos a donde está Él.

¿Habéis trabajado alguna vez con una sopladora frente a la ventana bramando como la trompeta de Gabriel en el Juicio Final? Así escribo yo muchos días. Palabras y ruidos se mezclan en mi cabeza, y un día me estallará el cerebro.

Por eso me retiro al alma para escribir, mientras dejo que la cabeza sea triturada por el martillo de la sopladora. ¡Tanto denigrar las emisiones de CO2, y aún no tenemos sopladoras eléctricas!

El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena. Él viene a sacarnos de la mentira. Los problemas, las urgencias, las sopladoras… son mentira. Fantasmas, nada más, pesadillas de una mala noche en una mala posada. Y el Espíritu nos saca de todo ello y nos lleva a la Verdad. Él recibirá de lo mío y os lo anunciará. Nos trae el Amor de Cristo, y después nos conduce a Él, porque nos atrae dulcemente a su sagrado Corazón. Y allí el ruido de la sopladora (¡maldita sea!) es sustituido por el dulce soplo del Paráclito.

(TP07X)

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