Libros

Domingos del Tiempo Ordinario (Ciclo A) – Espiritualidad digital

La imagen que vale más que mil palabras

Decimos que una imagen vale más que mil palabras. Y es cierto, aunque existe una Palabra que vale más que todas las imágenes del mundo. Y si esa Palabra se hace carne, mirarla vale más que todos los libros y todos los sermones. Incluidos los suyos. Porque el Sermón de la Montaña sólo se puede entender mirando a un crucifijo.

Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra. Mira las mejillas del Crucificado y entenderás.

Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto. Mira cómo se reparten los soldados sus vestiduras y entenderás.

A quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos. Contémplalo en el Via Crucis y entenderás.

Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Mira cómo pide perdón por sus verdugos y entenderás.

Si sigues mirando, te enamorarás. Y, cuando te enamores, no tendrás más deseo que estar con Él. Y querrás vivir crucificado, clavado a su Cruz, como san Pablo. Y te alegrarás cuando te humillen, y se te harán dulces los desprecios, y no querrás ya retener tu vida sino entregarla con la suya.

Entonces, como Él, tú serás Sermón de la Montaña.

(TOA07)

De la Ley a la gracia

Sermón de la montañaQuiero imaginar el escándalo de los judíos que escuchaban a Jesús:

Habéis oído que se dijo a los antiguos: “No matarás. Pero yo os digo: todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado… Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón.

Pero también ellos, cuando tenían hijos pequeños, los instruían diciéndoles: «no hagas esto, no digas aquello». Sin embargo, cuando los hijos crecían, les pedían más, y deseaban que aceptaran en su corazón la Ley de Dios y la cumplieran sin necesidad de ser amonestados por los padres.

Primero Dios trató a Israel como a un niño, y lo instruyó con preceptos. Pero, llegada la plenitud, quiso que el corazón de los hombres se empapara en amor divino, y que no hiciera falta ley alguna. «Ama, y haz lo que quieras», dijo san Agustín. Y ese Amor nos lo ha entregado Cristo al darnos su Espíritu. Quien ama, no se conforma con no matar ni adulterar; desea entregarse por completo. El corazón fecundado por la gracia es el centro de la nueva ley.

(TOA06)

Lo que aporta la sal a un huevo frito

No tengo ni idea de si las palabras del Señor son un recurso retórico, o si puede la sal volverse sosa. Que los químicos respondan a esta pregunta. A nosotros nos baste con conocer el mensaje que Jesús quería transmitir:

Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa ¿con qué la salarán?

Imagina –sea o no posible– una sal sosa. Podrías echar un cubo entero sobre el huevo frito y, si lograras recuperar al pobre huevo de debajo del montón de sal, su sabor –o su falta de sabor– no habría cambiado lo más mínimo. Eso es lo que sucede con un cristiano tibio: tomas una reunión de tres personas en la que se miente, se difama y se murmura, introduces al cristiano, y nada cambia. Bueno, cambia una cosa: ahora son cuatro los que mienten, difaman y murmuran.

En cambio, si introduces a un santo en esa misma reunión, poco a poco el ambiente cambia. Al principio, la presencia del cristiano escuece, como la sal en las heridas. Pero el grupo se va volviendo, primero, más humano. Después, más cristiano. Nada como un huevo frito con sal para alegrar el paladar de Dios.

(TOA05)

Agapito y las bienaventuranzas

«¡Estamos en la gloria!», dijo Agapito a la una de la tarde de un día de primavera, sentado en la terraza de un restaurante, mientras disfrutaba el primer trago de una jarra de cerveza. «¡Camarero! ¡Otra de gambas!».

Claro, si eso es la gloria, como al camarero se le ocurra servirle a Agapito en bandeja un papel con las bienaventuranzas, lo manda del cielo al infierno en un minuto, y además se queda sin propina.

Bienaventurados los pobres… los que lloran… los que tienen hambre y sed… los perseguidos… Y Agapito, mientras se marcha airado del restaurante, llega a una conclusión irrefutable y definitiva: «¡Hay que fastidiarse! Todo lo que me gusta es pecado. Y encima, mañana es domingo y tengo que ir a misa para no ir al infierno. Espero que, al menos, en el cielo haya gambas».

Pero Agapito no conoce a Cristo. Y no se ha enamorado. Las gambas son todo su horizonte. Pobre Agapito.

Cuando Agapito conozca a Cristo y se enamore de Él, le sabrán mejor las gambas. Le sabrán mejor las lágrimas y el hambre. Le sabrá mejor la vida, y le sabrá mejor la muerte. Porque entonces entenderá que el Cielo es Cristo.

(TOA04)

Una tarea urgente

Hace más de treinta años, un amigo, viendo que yo iba a misa todos los días, se sinceró conmigo: «¡Ojalá fuese yo como tú! Nadie sabe lo que sufro por las noches, dando vueltas en la cama y pensando en el sinsentido de todo. Ojalá creyese que Dios está conmigo y mi vida sirve para algo».

He creído en Dios desde la infancia. Pero episodios como éste me han hecho asomarme a la tragedia de vivir sin Dios. Mi amigo era de los que pensaban, y el pensar lo avocaba a la angustia. Otros no piensan y, simplemente, se dejan morir procurando arañar en su caída unas gotas de placer. ¡Qué triste placer! ¡Qué triste, la vida sin Dios!

Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Pescar hombres no es como pescar peces. A los peces los sacas del agua y los matas. Pero los hombres se ahogan en el agua de la muerte y la angustia, y quien los saca los rescata. Algunos quieren pescarlos con el anzuelo de falsas doctrinas para atraparlos en sus redes. Pero nosotros conocemos una verdad que libera al hombre y lo abre a la eternidad.

Es un crimen callar.

(TOA03)

La necesidad más acuciante del hombre

Si recopilásemos todas las súplicas que los hombres dirigieron a Cristo, veríamos que la mayoría estaban dirigidas a la sanación de enfermedades: ciegos, cojos, sordos, leprosos… Incluyo también a los endemoniados. Hubo fariseos que pidieron al Señor un signo del cielo. La madre de los Zebedeos le suplicó dos carteras ministeriales para sus hijitos. Y la petición más sublime que recibió Jesús durante su vida probablemente fuera la última, la más sencilla, la proferida por el buen ladrón: «Acuérdate de mí»…

Sólo él y las prostitutas que enjugaron los pies del Señor con sus lágrimas pidieron ser limpiados de sus culpas. Quizá ellos fuesen quienes mejor comprendieron la misión de Cristo. En cuanto a los demás, muchos de ellos tenían más prisa por recuperar la salud que por librarse del pecado.

Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado de mundo. Juan podría haber dicho: «Este es el que quita el dolor de cabeza», o «el que acabará con el hambre en el mundo». Pero no lo dijo. Porque tenía claro qué es lo que más necesita el hombre, y qué es lo que el Hijo de Dios ha venido a traer a la tierra.

¿Lo tienes tú?

(TOA02)

“Evangelio

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Más información
Privacidad