Ha pasado a la Historia como «el joven rico», pero yo prefiero llamarlo «el pobre viejo».
Por muchas riquezas materiales que tuviera, aquel día se convirtió en pobre de solemnidad, porque tuvo al alcance la mano la mayor de las riquezas y la dejó escapar. Cuando Jesús se quedó mirándolo, lo amó. Y él, al ser rozado por el brillo de los ojos del Señor, sintió un vértigo terrible y bajó la vista. No quiso sumergirse en aquella mirada, temió ahogarse en ella y no poder salir jamás. Temió enamorarse, dejarse robar el corazón y pertenecer a Cristo para siempre. Se negó a entregarse al Amor. Pero después, al volver a su casa, se dio cuenta de que todas sus riquezas eran basura. Mientras no había conocido el Amor, aún podía gozar de ellas. Pero, tras haber tocado el cielo y haberlo rechazado, todo aquello le sabía a muerte.
Por muy joven que fuera, ese día se hizo viejo de repente. Él frunció el ceño y se marchó triste. La alegría y el entusiasmo de su juventud desaparecieron al instante. Ceño fruncido y mirada triste, como los viejos que ya nada esperan de la vida, porque creen haberlo perdido todo.
(TOB28)