«Padre, no soporto estos días, me parecen odiosos. Todo es dolor y muerte, no quiero vivirlos, me entristecen». He escuchado estas palabras hace menos de una semana, y no me las quito de la cabeza. Porque las comprendo. Yo no me hubiera atrevido a decirlas, pero también están en lo profundo de mí, en uno de esos sótanos que procuro guardar cerrados.
Lógicamente, son palabras de un cristiano. Quien aprovecha estos días para tomar vacaciones no tendrá más preocupación que la previsión del tiempo en la playa. Pero a la persona que me hablaba, y a los apóstoles, y a mí, el Gólgota se nos muestra como un manto de tinieblas.
Respondí que, para afrontar estos días, necesitamos una dosis de realismo, una gota de fe y toneladas de amor. Las tinieblas son nuestras; ojalá no hubiésemos pecado. Pero ese manto de sombras y muerte lo hemos tejido nosotros.
No es día de tinieblas. Es el día en que nuestras tinieblas son iluminadas por el Cuerpo entregado del Señor. De la muerte no se escapa en dirección a la playa; a la muerte la vence Cristo adentrándose en ella y colgando en su mismo centro, como una lámpara, el Crucifijo.
(VSTO)