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Fiestas del Señor – Espiritualidad digital

Mirada de fe

Hay quien cree que el hombre se salva con las manos, es decir, haciendo cosas. Otros creen que el hombre se salva con los pies, es decir, moviéndose mucho, sin cesar. Pero lo cierto es que el hombre se salva como se enamora, es decir, con los ojos, mirando a ese ser que nos cautiva y nos trae la noticia de que somos amados. La mirada al Crucifijo ha creado muchos santos, si no todos.

Así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Esa mirada a la Cruz debe ser una mirada de fe. El mundo desprecia la Cruz y huye de ella porque, cuando la mira, sólo ve sufrimiento y humillación. Sin embargo, la mirada de fe al Crucificado nos muestra el Amor rendido de Dios por los hombres, la entrega amorosa del Hijo al Padre, la belleza de una vida derramada en sacrificio por la redención del género humano.

Por eso el santo mira a la Cruz y se enamora. Encuentra en ella una hermosura inefable y sublime. Entonces los ojos ya no quieren apartarse de allí. Quien mira así no será juzgado, ya está salvado.

(1409)

El mundo al revés

Como tantas veces sucede en la vida espiritual, la historia de la prisión y muerte del Bautista es la historia del mundo al revés. No es que nada sea lo que parece, es que todo es lo contrario de lo que parece.

Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel encadenado. Para los hombres, el Bautista ha perdido su libertad, ha sido encadenado y encarcelado. Mientras tanto, Herodes es el rey, el hombre libre que hace lo que le viene en gana y tiene poder y dinero para vivir a su antojo. Unas rejas separan ambos mundos.

Pero, como digo, nada es lo que parece. Las rejas están ahí, no se mueven. Lo interesante es saber de qué lado de la reja está la prisión. Porque el verdaderamente libre es Juan, quien sólo depende de Dios y sólo a Dios quiere agradar. Podría haber eludido la prisión callando, pero libremente quiso hablar y padecer. Herodes, sin embargo, es esclavo de la lujuria, del alcohol, de su prestigio y de su propio poder.

No os dejéis engañar. No es libre quien tiene mucho. Es libre quien es dueño de su vida y la entrega por amor.

(2908)

Un momento de cielo

La gente llama cielo a cualquier cosa. Piensan en el Paraíso como una especie de parque temático donde, además de no morirte y no sufrir, te reencuentras con tus abuelitos y te vuelve a crecer el pelo. Si les dijeran que Dios no anda por ahí porque ha bajado a hacer unas compras, les daría igual.

Lo peor de todo es que, si a toda esa gente que imagina un paraíso «made in Disney» les dijéramos lo que realmente es el cielo, probablemente no quisieran ir, porque el cielo es Cristo, y a Cristo no lo conocen. Cada vez estoy más convencido de que quienes se condenen entrarán en el Infierno por su propio pie, huyendo del cielo. «¿Qué quieren, verme en misa toda la eternidad? ¡Ni de broma!». Eso hace urgente que anunciemos la hermosura del Señor.

Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Pedro, Santiago y Juan gozaron de un momento de cielo. Cristo, sólo Cristo, y nada más que Cristo y su gloria. Moisés y Elías estaban de invitados.

No sabrás cómo es el cielo hasta que llegues. Pero sabrás lo que es si disfrutas de la misa y la oración. Es eso mismo, pero sin velos.

(0608)

Amo Te

En la copa del cáliz con que celebraba la Misa estaba grabada la inscripción latina «Amo te». No es necesario traducirla. Y cada vez que consagraba el vino, al elevar el cáliz, fijaba el sacerdote sus ojos en esa inscripción, como queriendo taladrar el metal con la mirada y clavar las palabras en el corazón de Aquél que había llegado a la copa. Así lo estuvo haciendo muchos años hasta que un día, hace no mucho tiempo, todo cambió. En una misa, cuando quiso empujar aquellas letras hacia el Huésped de la copa, se convirtieron sus ojos en oídos, y descubrió que era Él quien le lanzaba el requiebro. Desde lo hondo del cáliz, Cristo, a través de esas palabras grabadas en el metal, declaraba su Amor al sacerdote. Era su saludo para él.

¡Cuántas veces le hemos dicho al Señor: «Te quiero»! No estaría mal que, en esta solemnidad del sagrado Corazón, escuchásemos su voz en lo profundo del alma y exclamásemos: «¡Cuánto me quieres!». El que ha dicho: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados tiene siempre sus brazos abiertos para nosotros. Y quiere que lo amemos, pero, sobre todo, quiere que acojamos su Amor.

(SCJA)

Supón que…

En este día del Corpus quiero proponerte un ejercicio para tu oración.

Supón que sólo pudiéramos comulgar una vez en la vida. ¿Cómo nos prepararíamos para esa comunión?

Cuando ese día maravilloso se acercara, iría creciendo nuestra ilusión por momentos. «Dentro de tres días recibiré a Cristo», «dentro de dos días recibiré a Cristo», «¡Mañana recibiré a Cristo!»…

Quizá nos costara dormir la noche antes. Y, al llegar el alba, nos latiría fuertemente el corazón: «¡Voy a recibir a Cristo!». Desde luego, por nada del mundo llegaríamos tarde a esa misa. Procuraríamos estar allí antes de que comenzase, para prepararnos bien por dentro. ¿Cómo iríamos vestidos? Te diré cómo no: en ropa de paseo.

La comunión sería ferviente, quizá llorásemos. Y, desde luego, no saldríamos de la iglesia al terminar la misa. Querríamos quedarnos allí, dando gracias, el tiempo que permanecieran en nuestro cuerpo las sagradas especies.

La Iglesia, que es madre, te dice: «Como Cristo te ama tanto, podrás comulgar todos los días». En respuesta, ¿lo amarás tú menos, convirtiendo en rutina la comunión, llegando tarde y mal vestido a misa, o dejando de asistir con la excusa de que tienes «mucho que hacer»? ¡Jamás permitas que eso suceda!

(CXTIA)

Cuando Dios nos amó hasta reventar

Con tanta naturalidad desplegó Jesús ante Nicodemo el misterio de la santísima Trinidad, que probablemente aquel fariseo ni se enteró de lo que oía:

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

¿No veis, tras esas palabras, a las tres divinas personas? Cuando Cristo dice «Dios» se refiere al Padre. Cuando dice «Unigénito» se refiere al Hijo. ¿Y el Espíritu Santo? ¿Detrás de qué palabra se oculta? Detrás de la más sublime: «Amó». Él es ese Amor.

Para consumo interno de las tres personas, el Padre ama al Hijo, y el Hijo ama al Padre. La corriente divina de Amor que fluye entre ellos es el Espíritu.

Pero el Espíritu se escapó hacia los hombres. Y tan fuerte fue su ímpetu, tanto amó el Padre a los hombres, que el Amor tiró del Hijo hacia la tierra y lo escondió en las purísimas entrañas de María. Más tarde, sobre la Cruz, el pecho del Hijo reventó, y el Espíritu se dispersó por la tierra llenando los corazones de los hombres. El alma en gracia, así unida a Cristo, es parte de la Trinidad.

(SSTRA)

El corazón del sacerdote

Igual que sólo las madres sabéis lo que se siente al llevar una vida en vuestro seno, hay algo que sólo los sacerdotes experimentamos. El corazón del sacerdote es algo único.

A partir del día en que recibes el sacramento del Orden, empiezan a sucederte cosas increíbles. No sucede de repente, es una transformación que se va obrando poco a poco, como la masa que, en el horno, se va convirtiendo en pan.

Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo. Cristo llama al sacerdote para que comparta su intimidad. Y deposita en el corazón de su amigo los sentimientos que agitan el suyo. De repente, el corazón del sacerdote se convierte en patena donde el Hijo ofrece al Padre su Amor por las almas. ¿Por qué quiero tanto a esta persona, si nunca la he visto hasta hoy? ¿Por qué, ante los terribles pecados de los que se está acusando éste, sólo siento misericordia? ¿Por qué me duele tanto que aquél se aleje de Dios, si nunca he comido con él? Finalmente, sólo encuentras una respuesta: Alguien me ha puesto en el pecho un corazón que no es mío. Llevo un tesoro dentro de mí.

(XTOSESA)

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