La Resurrección del Señor

Fiestas del Señor – Espiritualidad digital

Mira cuánto te amé

Hace muchos años que no he vuelto a Sanxenxo. Pero recuerdo bien, al pie de las escaleras de la iglesia de san Ginés de Padriñán, ese crucero que tiene escrito en su base: «Caminante, detente y mira cuánto te amé». El caminante se detiene, mira a lo alto y encuentra al Crucificado entregado por él. Es maravilloso.

Muchos, que creen caminar hacia el cielo, apenas se detienen. Hablan con Dios mientras caminan, pero no hacen un alto para escucharle. Tampoco miran: se mueven, y sus ojos van de acá para allá sin posarse en nada que no sea la pantalla de un teléfono móvil. Y, claro, así jamás sabrán que son amados.

Uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua. «Caminante, detente y mira cuánto te amé». Levanta la vista, mira ese cuerpo que cuelga de la Cruz, mira cómo el agua y la sangre manan de su costado, acércate y bebe allí todo el Amor de tu Redentor.

«Amor con amor se paga», ya lo sé. Pero, antes de pagar, acoge el Amor de Cristo y gózate en él. Viendo cómo te ha amado, entenderás lo mucho que vales.

(SCJB)

Saber de Amor, sabor de Amor

No hace falta saber latín para entender que «Corpus» significa «cuerpo». Y basta con haber nacido de mujer para entender que «cuerpo» significa «amor». Los hombres no sabemos, no podemos amar sin sonreír, abrazar, besar, acariciar… Entre nosotros, cualquier amor que no encuentre su expresión en el cuerpo está destinado a morir de asfixia.

Tomad, esto es mi cuerpo. Si Cristo quería perpetuar en la Historia su Amor al hombre, era necesario que nos dejara su cuerpo, y que nos lo dejara así, entregado a los nuestros para perpetuar esa alianza.

Y de qué manera te has quedado, ¡Oh, Jesús! Tan pequeño, tan rendido, tan manso, tan dulce… No hay caricia, ni sonrisa, ni beso ni abrazo en esa unión de tu cuerpo y el nuestro que tiene lugar cuando comulgamos. Los sentidos quedan sedientos y crucificados. Pero es tan íntima, tan profunda la unión que se produce entre nosotros que ambos llegamos a ser una sola carne. Y, mientras el cuerpo anhela, el alma se llena de un gozo que es más del cielo que de la tierra.

Tú dijiste que si no comemos tu cuerpo no tendremos vida. Yo añado que quien no comulga no sabe de Amor.

(CXTIB)

Cuando ya no dices «Dios»

¿Tú sabías que la palabra «bautizar» significa «sumergir»? Es importante, porque el bautismo es un baño, una inmersión en Dios.

Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo.

Si Dios es alguien que está fuera de ti, si es un interlocutor sentado en una mesa frente a ti, seguirás llamándole «Dios». Que digas «Dios» cuando hablas de Dios es lógico. Que digas «Dios» cuando hablas a Dios significa que aún no has entrado, no te has sumergido completamente en Él.

Cuando seas consciente del don tan inmenso que supone tu bautismo, cuando te recojas en tu alma en gracia y te sumerjas en Dios, ya no rezarás diciendo «Dios». Dirás «Padre», «Papá». Dirás «Jesús», «Señor». Y no serás tú quien lo diga. Será el Espíritu quien, tomando posesión de tu espíritu, lo dirá en ti.

Dios, entonces, no será tu interlocutor. Será tu hogar. Y, en ese hogar, caldeado por el Fuego, hablarás al Padre desde el Hijo y adorarás al Hijo en Espíritu y verdad. Entonces no tendrás que señalar al cielo con el dedo para hablar de Dios. Te llevarás la mano al pecho.

(SSTRB)

Lo que debéis esperar del sacerdote

Los sacerdotes lo tenemos difícil para escondernos, salvo que enfermemos y nos quedemos en casa. Pero, cuando estamos en activo, subimos al presbiterio a celebrar la Misa y todos nos veis. Predicamos el evangelio, y todos nos oís; incluso algunos nos escucháis. Y, después, siempre hay quien sale de misa comentando si le gustó o no le gustó la homilía, si el cura es aburrido o ameno… En ocasiones os defraudamos; pero, también, en ocasiones esperáis de nosotros lo que no debéis.

En esta fiesta de Jesucristo, sumo y eterno sacerdote, dejadme deciros lo que debéis pedir al sacerdote, y lo que debéis pedir para el sacerdote:

Tomad, esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por mu­chos. Pedidle a Dios que los sacerdotes estemos tan consagrados a Dios como el pan y el vino que consagramos en la Misa. Que nuestro tiempo sea de Dios, nuestro pensamiento sea de Dios, nuestras palabras sean de Dios… Que nuestro cuerpo, como el de Cristo, esté entregado a Dios trabajando por su pueblo; y nuestras almas estén rendidas a Dios por la oración.

Esto es lo que debéis pedir, y lo que debéis esperar del sacerdote.

(XTOSESB)

Historia de un beso

No sabemos cuándo tuvo lugar aquel encuentro misterioso entre la Virgen y Gabriel. Lo que sabemos es que, en ese día sagrado, cielo y tierra se tocaron en secreto. Dios y el hombre se palparon mutuamente en el seno de la Virgen. Porque allí tomó carne la divinidad, y esa carne de Dios entró en contacto con la carne de la mujer de quien fue tomada.

Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.

Ese contacto íntimo, amoroso y secreto, ese «piel con piel», «carne con carne», durará treinta y tres años, durante los cuales Dios abraza, besa, impone las manos, toca la carne enferma de los leprosos y el cadáver de los muertos, acaricia el rostro de los niños y besa las mejillas del traidor. Porque, realmente, cuando el Verbo tomó carne en el seno de la Virgen comenzó un beso, un beso de Amor, de muerte y de vida, un beso terrible, el sello de una alianza nueva que llegará a su consumación con un terremoto en el Gólgota.

Que me perdone mi admirado Garci si le robo el título, pero aquel día sagrado comenzó la historia de un beso.

(2503)

“La

Lo que sólo la fe permite ver

Lo que los hombres vieron aquel día:

La Ley de Moisés preceptuaba que el sacerdote entregase a Dios al primogénito, mientras ofrecía en su lugar, como rescate, la sangre de un par de tórtolas o dos pichones. Se trataba de un aplazamiento, simplemente. El primogénito le pertenecía a Dios y, tarde o temprano, su propia muerte sería la consumación del sacrificio. Así, según costumbre, ofreció el sacerdote de la antigua alianza al Hijo de María.

Lo que los hombres no vieron aquel día:

Simeón y Ana, como hoy nosotros al inicio de la Misa, recibieron en el templo a Jesús con las candelas encendidas de dos corazones iluminados por la fe. Y entró en el templo, por vez primera, el propio Dios a quien estaba consagrado. La gloria de Yahweh llenó el santuario, como en otro tiempo llenaba la nube la tienda de Moisés. El verdadero sacerdote, durante esta ceremonia, no fue el levita que tomó en sus manos al Niño, sino el propio Niño. Y la sangre de aquellos animales fue prenda de otra sangre, la que ese Niño ofrecería por cada uno de nosotros. No fue el Hijo de María el rescatado. Los rescatados fuimos tú y yo.

(0202)

¡Jesús!

De Juan dijo Jesús que era el mayor de los nacidos de mujer. La Ley y los profetas llegan hasta Juan (Lc 16, 16). Y es que Juan es el último de los profetas de la antigua alianza, el que señaló con su dedo al Mesías. Bendito dedo de Juan. Y benditos, también, sus labios, que anunciaron la llegada del Salvador. Pero –no sé si os habéis dado cuenta– esos labios, aun cuando era el primo del Salvador, nunca pronuncian en la Escritura el nombre de Jesús. Le llamó el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, el que bautiza con Espíritu Santo, el Hijo de Dios… Pero nunca le llamó Jesús.

Ese nombre, esa familiaridad, estaba reservada al más pequeño en el reino de los cielos, al ladrón crucificado con Él, que era ya primicia de la nueva alianza… y a nosotros, nacidos del agua y del Espíritu y ungidos por el Santo.

¡Qué fácil es rezar, para los hijos de Dios! No te compliques, no busques largos discursos. Simplemente, allá donde estés, di: «Jesús». Repítelo una y otra vez, saborea en tus labios ese nombre hasta que se derrita el corazón. «Jesús», «Jesús», «Jesús»… Estás rezando.

(0301)

“Evangelio

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