Lo que sólo la fe permite ver
Lo que los hombres vieron aquel día:
La Ley de Moisés preceptuaba que el sacerdote entregase a Dios al primogénito, mientras ofrecía en su lugar, como rescate, la sangre de un par de tórtolas o dos pichones. Se trataba de un aplazamiento, simplemente. El primogénito le pertenecía a Dios y, tarde o temprano, su propia muerte sería la consumación del sacrificio. Así, según costumbre, ofreció el sacerdote de la antigua alianza al Hijo de María.
Lo que los hombres no vieron aquel día:
Simeón y Ana, como hoy nosotros al inicio de la Misa, recibieron en el templo a Jesús con las candelas encendidas de dos corazones iluminados por la fe. Y entró en el templo, por vez primera, el propio Dios a quien estaba consagrado. La gloria de Yahweh llenó el santuario, como en otro tiempo llenaba la nube la tienda de Moisés. El verdadero sacerdote, durante esta ceremonia, no fue el levita que tomó en sus manos al Niño, sino el propio Niño. Y la sangre de aquellos animales fue prenda de otra sangre, la que ese Niño ofrecería por cada uno de nosotros. No fue el Hijo de María el rescatado. Los rescatados fuimos tú y yo.
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