Caifás, sumo sacerdote, estaba acostumbrado a ofrecer cada año, en la fiesta del Yom Kipur, el sacrificio expiatorio. Los hebreos traspasaban sus culpas a un macho cabrío imponiendo las manos sobre su cabeza, y después lo enviaban al desierto a morir allí.
Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera. Sin ser consciente de ello, Caifás profetizaba un nuevo sacrificio de expiación. La víctima no será un macho cabrío, sino el Hijo de Dios encarnado. Sobre Él pondrán los hombres sus manos, bofetada tras bofetada; será cubierto con sus sucios esputos y así, cargado con sus pecados, será enviado al desierto de la muerte para expiar los pecados del pueblo.
Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron (Is 53, 5).
Es sobrecogedor. Sobre todo, si pensamos en la parte que hemos tenido en ello. Me pregunto si, en esta Semana Santa, podremos cambiar de bando y, en lugar de cargarlo con nuestras culpas, nos ofreceremos a compartir sus dolores, y a salir con Él, cubiertos con su oprobio, al desierto de la muerte. Tras ese desierto está la tierra prometida: la Pascua.
(TC05S)