Escuchar, temblar y adorar

Cualquiera que estuviera frente a Jesús se percataba de que no se trataba de un rabino cualquiera. Escucharlo no era nada fácil. En cuanto comenzaba a hablar, rompía todos los marcos académicos, se ponía a Sí mismo en el centro del discurso y pronunciaba palabras tan revolucionarias que al oyente no le quedaban sino dos opciones: o tomarlo por loco, o creer que era Dios y caer rendido a sus pies.

¿Qué pensarías tú si un joven de treinta años te dijera: «Antes de que existiera Isabel la Católica, yo soy»?

Las palabras de Cristo eran terriblemente atrevidas. Ya cruzó toda frontera, y rompió todos los marcos al decir: Quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre. Pero ahora lo lleva al límite, al proclamar: Antes de que Abrahán existiera, yo soy. Imposible permanecer indiferente ante esta afirmación.

A quienes creemos que Cristo es el Hijo de Dios, estas palabras nos mueven a contemplación. El «antes» del que habla no se encuentra retrocediendo en la línea del tiempo. Está arriba de esa línea, en la eternidad, en ese «principio» en que el Verbo estaba junto a Dios. Y, ante esa contemplación, caemos rendidos y lo adoramos en silencio.

(TC05J)