Me encaré, en el ágape posterior a la Vigilia Pascual, con un feligrés bienintencionado pero poco formado. Hay cosas que no se deben decir: «Feliz Pascua, padre. Cristo ha resucitado. La Cruz ha quedado atrás». ¡Qué disparate! Si la Cruz hubiera quedado atrás, estaríamos en el infierno, porque le habríamos dado la espalda. Hasta en el cielo se yergue, poderosa y amante, la cruz gloriosa, porque hasta el cielo alcanza el sacrificio redentor de Cristo. Quedarán atrás el pecado, el dolor y la muerte, pero no la Cruz, que es el Amor.
Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Sólo un alma enamorada de la Cruz puede entender que ella es yugo dulce y que en ella está el descanso. Ella es el lecho nupcial donde se recuestan en Amor el Esposo y la Esposa. Ella es la intimidad más secreta, el abrazo más estrecho entre Cristo y el alma en medio de la oscuridad luminosa. Ella es el descanso sabático prometido al santo, porque, desde ella, mientras la sangre y el agua riegan la tierra y la fecundan, vio Dios que todo era bueno.
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