La Resurrección del Señor

Espiritualidad digital – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

La carne se hizo palabra: el antiadviento

Ayer, llena de gozo, gritaba la Iglesia: «¡Viene el Señor!» ¿Habrá alguno, de entre quienes tanto lo necesitamos, que le diga: «No vengas, no es necesario»?

Uno que mucho lo necesitaba se lo dijo: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Es como el «antiadviento». Él, que vio a Dios hecho hombre, pidió que la carne se hiciera palabra. Nosotros esperamos a la Palabra hecha carne.

Y, sin embargo, la fe de este hombre nos ilumina a todos. Perdona el trabalenguas: la Palabra se hizo carne, y de esa carne brotó la palabra. La carne llega a los sentidos, la palabra penetra en lo profundo del alma y lo sana todo.

¿Aún no lo entiendes? ¿De qué me serviría que el Hijo de Dios se haya hecho hombre, si ese hombre, con palabras de Amor, no me llama? Es grande el anuncio: ¡Viene el Señor! Pero lo que me hace estremecer es que viene, me mira, y me llama por mi nombre. ¡Viene por mí!

Basta que lo digas de palabra… No. No es el antiadviento, sino la consumación de la promesa. Cuando vengas, Jesús, ¡háblame!

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Lo que se espera de quien espera

Un año más, la Iglesia despierta a sus hijos con este anuncio: «¡Viene el Señor!».

He escrito mal. «Un año más» es una expresión estúpida. Otro año, otro Adviento, más de lo mismo… ¡No! El anuncio debe escucharse con oídos vírgenes, como si fuera el primer grito, porque lo es. Es un único grito, lanzado el día de la Ascensión, y que el viento del Espíritu trae hoy a nuestros oídos: «¡Viene el Señor!». Despierta.

¿Qué se espera de quien espera? Que esté vestido, preparado. Que mire por la ventana para ver llegar a Aquél que viene. Que baje el sonido del televisor para escuchar sus pasos sobre la nieve.

¿Estás vestido? Revestíos del Señor Jesucristo (Rom 13, 14). Confiésate en estos primeros días, reviste de gracia tu alma, que no te encuentre el Señor «con esos pelos».

Asómate a la ventana para verlo llegar. Dedica cada día un tiempo generoso a la oración y la escucha de su palabra. Y cada mañana lo verás más cerca.

Baja el ruido, que el Verbo debe ser recibido en silencio. Vive con sobriedad estos días. Menos tele, menos alboroto, y cuidadito con esas comidas «navideñas» de trabajo, que aún no ha llegado.

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El adverbio de los enamorados

Las decisiones importantes en la vida no deben tomarse apresuradamente. Hasta para cambiar el automóvil conviene mirar ofertas, comparar prestaciones, sopesar precios… Cuanto más si, en lugar de cambiar de automóvil, se trata de elegir carrera, cambiar de trabajo o unirte a esa persona con quien compartirás tu vida. Una decisión atolondrada puede dar lugar a muchos lamentos en el futuro.

Pero si es Dios quien llama…

Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron… Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.

«Inmediatamente» es el adverbio de los enamorados de Cristo. Cuando el Señor llama, la prudencia humana supone darle tiempo al Enemigo. Sé que muchos padres «sensatos» y muchos hijos «juiciosos» prefieren pensárselo: «Termina primero tus estudios y después te comprometes. Así, si fracasas, tendrás una salida». «Espera unos años, a ver si sigues sintiendo esa llamada, y después respondes». Todo ese argumentario está bien cuando tienes que tomar una decisión importante. Pero si es Cristo quien ha tomado la decisión y te ha elegido, si es su voz la que te ha removido el corazón y ha abierto un horizonte inesperado ante tus ojos… No le hagas esperar. Lánzate sin miedo a esa aventura divina.

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Cuando parece que está lejos

No hay que tener miedo a hacerse preguntas ante las palabras misteriosas de Jesús. Todas tienen respuesta, aunque no todas podamos entenderlas por igual. Por ejemplo:

En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. Hace dos mil años que Cristo pronunció ese discurso en que anunciaba el fin de todo lo creado. La generación que las escuchó ha pasado. Y ese final no ha llegado todavía. ¿Se equivocaba el Señor? ¿O acaso, tras ascender al cielo, cambió de opinión y aplazó el cumplimiento de esa profecía?

Ni lo uno, ni lo otro. El fin del mundo no es un estallido repentino. Aunque el día de su culminación, cuando Cristo vuelva, nos está oculto, el fin del mundo está sucediendo cada día. Guerras, catástrofes, persecuciones… Quienes escuchaban a Jesús lo sufrieron en sus carnes, y también las siguientes generaciones, hasta la nuestra.

Cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. Las estamos viendo. Y, frente a lo que muchos piensan, esos signos no indican que Dios está lejos, sino que está cerca. Que todo pasa, y sólo Él permanece. Que sólo en Él encontraremos apoyo seguro. No dejes la oración.

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¡Levanta la vista!

Me dan lástima quienes viven arañando constantemente el suelo con los ojos. Siempre cabizbajos, siempre pendientes de la tierra, siempre tristes. Su propia sombra les oculta la luz. Están enterrados antes de morir. Si les dices: «Mira qué día tan bueno hace hoy», te responden: «A mí me duele la espalda». Cenizos.

Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Ese «alzar la cabeza» no significa, necesariamente, mirar a las nubes, aunque entre las nubes vendrá el Señor. Significa que, aunque nuestros pies estén posados firmemente en esta tierra que se descompone, nuestros ojos deben estar puestos en el cielo, fijos en la luz eterna de Cristo. Y entonces se llena el alma de esperanza, se convierte en ofrenda el dolor de espalda, y rebosa Amor de Cristo el corazón.

Sé que es fácil echarle a las contrariedades la culpa de nuestra tristeza; todos sentimos esa tentación. Pero tenemos que elegir a dónde mirar. Hay más luz en el cielo que sombras en la tierra. Y es más bueno lo bueno que malo lo malo. Si decides vivir mirando al suelo, estarás siempre triste. ¿Por qué no alzas la cabeza y descubres cuánto Amor de Dios hay en tu vida?

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En el cielo no hay calvos

A ver. Que me lo expliquen. Por un lado, dice el Señor: Matarán a algunos de vosotros. Y, poco después, añade: Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá. O sea… ¿me van a cortar la cabeza, pero no voy a perder ni un pelo? Por no hablar de los que he perdido ya sin necesidad de más verdugos que el paso de los años y los disgustos.

Me he acordado del martirio de los siete hermanos macabeos. Uno de ellos, cuando le pidieron que sacara la lengua, lo hizo enseguida y presentó las manos con gran valor. Y habló dignamente: «Del Cielo las recibí y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios» (2Mac 7, 10-11).

Cristo está hablando de la resurrección, en la que esperaban aquellos siete hermanos. En esta tierra lo vamos a perder todo, con o sin persecuciones. Pero cuando nuestros pobres cuerpos resuciten, cuanto hemos perdido por amor lo recobraremos glorioso y transfigurado. Hasta el último pelo. En el cielo no hay calvos.

Se que no es el motivo más elevado, pero es argumento de sentido común. Puesto que todo lo vamos a perder, ¿no es mejor entregarlo libre y generosamente? Sufriríamos menos.

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El apocalipsis desde la ventana

Esto del fin del mundo, cuando llegue, será todo un espectáculo. Habrá grandes terremotos. Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo. Jajaja, estoy seguro de que muchos tontainas, cuando vean caer las estrellas del cielo y desplomarse la luna en el pantano de San Juan, en lugar de ponerse a salvo se empeñarán en grabarlo con el móvil. Hasta que les caiga Saturno encima.

Como digo, debe ser todo un espectáculo. Pero no para estar debajo de los chuzos que caen de punta, ni para intentar hacerse un selfi con los cascotes rodantes del Monasterio de El Escorial, sino para verlo desde la ventana, calentito y con mamá y papá en casa.

Parece broma, pero no es broma. Y no va sólo referido al fin del Cosmos; también al desmoronamiento diario de nuestro pequeño mundo. ¿Por qué crees que los mártires padecieron el martirio sonriendo? Porque no estaban allí. Estaban en Casa, con Cristo y la Virgen.

Recógete en lo profundo del alma; allí estarás calentito con el fuego del Espíritu. Y contempla desde allí, inmerso en oración, cuanto suceda. Verás entonces que lo único que tienes que temer es que te entre la locura de salir.

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