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Espiritualidad digital – Página 2 – Brevísima homilía diaria, por José-Fernando Rey Ballesteros

ESPIRITUALIDAD DIGITAL

Amor del bueno

La redención del género humano tuvo su origen en una historia de amor. De amor del bueno. De Amor.

No temas, María, porque has hallado gracia a los ojos de Dios. El agua mana limpia de los montes. Después, conforme va bajando por los ríos, va arrastrando arena y más tarde, si se estanca, se termina de ensuciar. María bebió del agua en su misma fuente, en lo alto del monte, en Dios mismo. La Virgen fue la amada de Dios. Y en su corazón inmaculado, como en un embalse preciosísimo, preservó limpio ese Amor. Beber amor de María es beber Amor de Dios con perfume de mujer.

Nosotros nos amamos, pero, entre nosotros, el amor llega muy lleno de impurezas. No hay que rechazarlo, hacemos lo que podemos, dejémonos querer. Pero no olvidemos que el amor brota limpio en lo alto del monte. Si se enturbia al paso de nuestros pobres corazones es a causa de la desobediencia, es decir, del pecado.

Por eso es limpia la fuente que mana del corazón inmaculado de la Virgen. Ella siempre obedeció, y su Hijo, Dios encarnado en sus entrañas, nos redimió obedeciendo. Aquí estoy para hacer tu voluntad (Sal 40, 8-9).

(2503)

Mucho más que una pregunta

Nunca me ha gustado la música de Julio Iglesias. Pero no odio a Julio Iglesias, ni deseo matarlo. Simplemente, no lo escucho. Tampoco me ha gustado nunca el cine de Terrence Malick. Pero no odio a Terrence Malick, ni deseo matarlo. Simplemente, evito ver sus películas.

¿No es este el que intentan matar? Lo intentaron, y lo lograron: lo mataron. ¿Por qué? Ese interrogante es el fondo negro, negrísimo, de cualquier crucifijo: ¿Por qué? Si no os gusta lo que dice Jesús, si no os atrae su vida, no os acerquéis a Él, vivid la vuestra. ¿Por qué odiarlo? ¿Por qué matarlo? El otro día, alguien a quien no había visto en mi vida, por el mero hecho de llevar un alzacuellos, me llamó «perro». ¿Por qué? Si él lleva un anillo en la nariz y se ha pintado el pelo de rojo, yo no lo odio. ¿Por qué me odia él a mí?

Nadie puede responder a esa pregunta. Y las respuestas que se dan no se sostienen, son vómitos de odio. Pero lo cierto es que el Demonio dejó su semilla en nosotros. Cuando la gracia no llena el alma, algo hay en ella que odia a Dios.

(TC04V)

Sólo Cristo es verdad

Seamos claros: Sólo Cristo es la verdad, y todo lo demás es mentira. Ese partido de fútbol que viste es mentira. Esa serie de televisión es mentira. Tú eres mentira. Yo soy mentira. Porque hoy somos, y mañana no somos. Y corre el tiempo tan deprisa que, en un abrir y cerrar de ojos, nada de lo que ves estará aquí. Somos ramas tronchadas de un árbol, que parecen lozanas sobre el suelo al caer, y rápidamente se secan.

Sé que el amor de Dios no está en vosotros. Aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios. Todos estos reproches de Jesús a los judíos se resumen así: «Estáis vacíos, sois mentira. Estáis llenos de vosotros mismos, y vosotros mismos sois nada. Estáis llenos de vacío».

¡Y no queréis venir a mí para tener vida! Porque si esas ramas tronchadas del árbol fueran de nuevo injertadas en él, como sarmientos unidos a la vid, entonces la savia volvería a correr por sus venas, y darían fruto, y vivirían.

Quienes somos mentira seremos verdad si nos llenamos de Cristo. Y, entonces, hasta un partido de fútbol, contemplado en gracia de Dios, será vida eterna.

(TC04J)

El rostro de Dios es Cristo

El corazón del hombre sueña con ver a Dios. Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro (Sal 27, 8). Por eso los ojos nunca se sacian cuando se detienen en las criaturas. Rápidamente se cansan, y buscan más, porque ellas son tan sólo un pálido reflejo de la belleza del rostro de Dios. Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura (Prov 31, 30).

Llegada la plenitud de los tiempos, Dios mostró al hombre su rostro. El rostro de Dios es Cristo. El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Por eso dijo Jesús a Felipe: Quien me ve a mí ha visto al Padre (Jn 14, 9). Y se estremece el corazón al pensar que, cuando Dios mostró su rostro al hombre, el hombre le escupió en la cara. El que no honra al Hijo no honra al Padre. Los salivazos que recibió Jesús venían de más lejos y apuntaban más lejos. Era el Satán quien escupía a Yahweh.

Se acerca la Semana Santa. Quisiera ser la Verónica. Y, mi vida, el paño que enjugue los ultrajes vertidos en el rostro de Dios.

(TC04X)

Niños a la espera de un milagro

El relato de la curación de aquel paralítico que llevaba años postrado ante la piscina de Betesda me ha traído al alma el pensamiento de muchos, muchos niños.

No tengo a nadie que me meta en la piscina. Porque ya son muchos, muchos los niños que, en España, no tienen quién los meta en la piscina. Sus padres no traen a los hijos a la iglesia para que reciban el Bautismo. ¡Cuántas lágrimas de abuelos y abuelas recogemos los sacerdotes!

¿Quieres quedar sano?, preguntó Jesús al paralítico. ¡Claro que quería! Pero estos padres, cuando los abuelos les preguntan: «¿Bautizaréis al niño?», responden que no quieren. Y, en ocasiones, incluso añaden: «Que lo decida él cuando crezca». ¿También esperaréis a que decida ir al colegio cuando sea mayor? ¡Qué temeridad!

Seguro que conocéis a padres que se han negado a bautizar a sus hijos. Acercaos a ellos, queredlos, y habladles de la vida eterna. Ofreceos, si ellos no tienen fe, a ser padrinos de sus hijos y transmitirles la fe. A más de un niño lo ha salvado un buen padrino. Y después los padres, de la mano de ese niño, han vuelto a Dios. La piscina es grande, caben todos.

(TC04M)

La castidad enamorada

La sagrada liturgia encabeza la solemnidad que hoy celebramos con el título: «San José, esposo de la Virgen María». Podría haber dicho: «San José, custodio del Señor» o, simplemente: «San José, patriarca». Pero, puestos a señalar un título que resuma los privilegios otorgados por Dios a este santo varón, elige: «Esposo de la Virgen María».

Porque José fue verdadero esposo de la Virgen, y la amó como un varón ama a una mujer; mejor dicho, como un varón santo ama a una hija de Dios. Aún mejor: como un joven santo ama a una joven hija de Dios.

No temas acoger a María, tu mujer. Y la acogió como lo que era: su mujer. Porque José estaba enamorado perdidamente de la Virgen. Como, además, era un hombre casto, sabía amar. Y fue consciente de que la mejor manifestación de ese amor apasionado consistía en sacrificar sus instintos naturales para que su amada llegara a la plenitud de su vocación, que, en el caso de María, era la virginidad. Su continencia no era frialdad; era una continencia enamorada y ardiente.

Ningún hombre ha amado tanto a una mujer como amó José a María. Aprended, novios, el valor de esa castidad enamorada.

(1903)

Cuando te cambia la cara

Tiene su gracia el que aquel ciego de nacimiento, tras ser sanado por Cristo, resultara irreconocible para quienes habían vivido junto a él: Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ese el que se sentaba a pedir?» Unos decían: «El mismo». Otros decían: «No es él, pero se le parece».

Es fácil de explicar. Unos ojos abiertos transforman el rostro, lo iluminan. A este hombre le había cambiado la cara.

Y eso es lo maravilloso. Era un hombre sencillo, no era teólogo. Ni siquiera sabía leer. Pero le había pasado algo. Y algo grande, porque había recuperado la vista. Le dijeron: «Da gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». Contestó él: «Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo». Ahí queda eso. A ver con qué argumento haces que no haya sucedido lo que ha sucedido.

El gran problema de muchos cristianos es que no les ha sucedido nada con el Señor. Nunca se acercaron lo suficiente. Pero si tú te acercas a Cristo y te dejas sanar por Él, te cambiará hasta la cara. Y, entonces, tu testimonio será irrebatible.

(TCA04)

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