Gran parte de sus milagros los realizó Jesús a través de su cuerpo. Tocaba, lo tocaban, tomaba de la mano a los enfermos, introdujo sus dedos en los oídos del sordo y tocó con la saliva su lengua; también con su saliva hizo barro para ungir los ojos del ciego… Por eso la gente buscaba su cuerpo, y por eso aquella enferma pensó que con solo tocarle el manto se curaría. Por eso, también, entrando en la habitación de la hija de Jairo, que había muerto, cogió a la niña de la mano y ella se levantó.
Ese divino cuerpo, que tantos milagros obró, está en el cielo. Pero también, no lo olvidemos, ese cuerpo somos nosotros. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (1co 6, 15). El cuerpo de un cristiano en gracia, ese cuerpo que devora la comunión, es también convertido, místicamente, en cuerpo de Cristo.
No le robéis vuestro cuerpo al Señor. Dejad que Él lo lleve y lo traiga, lo acerque a los tristes y lo aproxime a los pecadores. Cuántas maravillas podrá obrar Jesús en quienes sufren y en quienes viven sin Dios si ponéis vuestro cuerpo –¡que es suyo!– a su servicio.
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