La Resurrección del Señor

Fiestas de los santos – Espiritualidad digital

Una visita encantadora y unas palabras desafortunadas

Quédate hoy con estas palabras del Señor, porque son el marco perfecto para que celebres a san Joaquín y a santa Ana:

¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.

En definitiva, como dice el salmo: Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre (Sal 83, 5).

Dichosos los que vivimos en el Hogar de Nazaret, dichosos nosotros, los familiares de Jesús. Hoy gozamos de un día especial, porque la visita de los abuelos ilumina la casa. Su presencia crea hogar, da calor y protección, nos hace sentir niños como Jesús y también como María. Porque una madre siempre es niña ante sus padres.

Me dijo una abuela que sintió una punzada la primera vez que su hija se dirigió a ella con un: «¡Hija, mamá!». Mal asunto. O hija, o mamá. La Virgen, estoy seguro, nunca dijo a santa Ana: «¡Hija, mamá!». Le dijo sólo «Mamá». Y a san Joaquín «Papá».

Niña la Virgen, niño Jesús, niños nosotros. Y esta visita de los abuelos durará todo el día.

(2607)

La conversión de Santiago

Decimos que un encuentro con Cristo puede cambiar la vida de un hombre. Pero hoy quisiera matizarlo: Es el encuentro con Jesús crucificado el que transforma la vida.

Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Esos dos «niñitos de mamá» eran pescadores de Galilea que habían ido al Jordán a escuchar al Bautista, y que allí se encontraron con Jesús. De vuelta en Galilea, Jesús los invitó a ser pescadores de hombres, y los llamó «hijos del trueno». Con razón. Quisieron enviar fuego y azufre sobre aquel pueblo que rehusó recibir a Jesús. Y la emprendieron a gritos contra el que echaba demonios en el nombre de Cristo. No estaban convertidos.

Hasta que apareció la Cruz. A diferencia de Juan, Santiago huyó. Sin duda, lo lloró, y con lágrimas de humildad apagó para siempre el fuego de su cólera. Según cuenta san Pablo, Cristo resucitado se le apareció y lo confortó. Después derramó su Espíritu sobre él.

Ya tenemos al santo. Al que se apresuró a viajar a España, y a morir mártir a manos de Herodes. Pero ese cambio comenzó al encuentro con la Cruz.

(2507)

El secreto del secreto

Santa Brígida perdió a su marido tras haber dado a luz nueve hijos. Sufrió el descarrío de uno de los nueve. Vio temblar la fe de la Iglesia a causa del exilio de los Papas a Avignon. Escribió una y otra y otra carta al sucesor de Pedro implorándole que volviese a Roma, sin apenas conseguir nada… Y, en medio de todas esas tribulaciones que jalonaron su vida, ¿qué hizo? Permanecer, clavar la mirada en el Crucifijo sin retirarla y mantenerse fiel hasta el final mientras todo parecía derrumbarse en torno a ella.

El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante. Esto es lo que han hecho los santos: permanecer. El secreto de la santidad es, muchas veces, la perseverancia. No basta un momento de fervor, ni un acto heroico en un día propicio. La clave es permanecer unido a Cristo en medio de las mil dificultades de la vida y de la Historia.

«El mundo se desmorona, y nosotros nos enamoramos». Eso le dice Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en «Casablanca». Y quiera Dios que se lo puedas decir tú a Cristo. Porque sólo los muy enamorados perseveran. Ése es el secreto del secreto.

(2307)

Se rasgó el horizonte ante sus ojos

MagdalenaMírala, llorando desconsolada frente al sepulcro:

Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando.

Todo lo que tiene ante sus ojos es muerte. Así vive mucha gente, con el sepulcro por delante y nada más. Al fin y al cabo, ése es el panorama que nos presentan los ojos: dos pasos (cuatro días, ochenta años) hasta la muerte, y disfruta lo que puedas mientras caminas. Aunque para María Magdalena, después de haber perdido al Señor, ya no hay gozo posible en esta vida.

Entonces aparece Jesús:

Jesús le dice: «¡María!».

Te llama por tu nombre, te vuelves, lo miras y, de repente, se te abren los cielos. Y se despliega ante tu mirada, iluminada por la fe, la eternidad entera con Cristo abriendo sus brazos para ti. Se te ilumina el rostro y se llena de gozo el alma.

Jesús le dice: «Anda, ve a mis hermanos».

Y te pide que recuerdes a los hombres que hay cielo, que no todo es política, ni salud, ni diversión; que hay un Amor eterno ofrecido al hombre, y que la vida puede ser maravillosa cuando goza de ese Amor; que estamos creados para la Vida, y no para la muerte. ¡Corre a anunciarlo!

(2207)

Ciento y las madres

Hace tiempo que, debido a unas obras en la parroquia, estuve viviendo, durante año y medio, en un convento poblado por cien benditas religiosas con quienes tengo una inmensa deuda de gratitud. Entonces creí entender el ciento por uno:

Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna. Y yo, que había dejado a mi madre para abrazar el sacerdocio, de repente me vi rodeado de cien madres, todas preocupadas por mi alimentación, por mi salud, por si cogía frío… Era –lo diré así– abrumador. Finalizadas las obras, volví a la parroquia, y aquí también tengo cien madres: señoras piadosas que quieren al sacerdote y lo cubren de tuppers con alubias, lentejas, garbanzos, jamón, empanadas… Sigue siendo abrumador. ¿Quién dijo que madre no hay más que una? Ningún párroco, seguro.

En todo caso, el ciento por uno es otra cosa, aunque mis cien madres sean parte de ella. El ciento por uno consiste en que, cuando vives con Cristo, disfrutas cien veces más las cosas normales de la vida. Un paseo, una película, una canción, una cena con amigos… ¡Da gusto vivir con Cristo!

(1107)

Creer sin ver es ver a oscuras

apóstol santo tomásEs la última bienaventuranza pronunciada por Jesús: Bienaventurados los que crean sin haber visto. Fue pronunciada especialmente para nosotros, quienes nunca hemos visto al Señor. Porque Tomás exigió ver primero, y creyó después. Nosotros, en cambio, debemos creer primero y ver después. Somos hijos de las palabras de Jesús a santa Marta: Si crees, verás la gloria de Dios (Jn 11,40).

Creer sin ver es ver a oscuras. Supone entrar en la noche de los amantes, apagar las luces del sentido, despojar el corazón de todo consuelo y así, desnuda el alma de cualquier ropaje, acercarla a su Señor hasta que, en un abrazo, se hagan uno. El alma, entonces, es conocida y conoce a Jesús. Iluminada por su Espíritu, ve al Padre y exulta de gozo. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto (Jn 14, 7). Si seguís combatiendo a la noche con vuestras canciones y vuestros focos ante la custodia, os perderéis todo esto. Dejad que la noche y el silencio os envuelvan y conoceréis.

Los ojos quedan muertos, esperando a resucitar para poder llenarse, entonces, de la hermosura infinita de la gloria del rostro de Cristo.

(0307)

Colosos de barro

San Pedro y san Pablo han pasado a la Historia como las columnas de la Iglesia. Los imaginamos así, como dos colosos que preservaron y propiciaron la expansión del Evangelio en los primeros tiempos. Pedro fue la Roca, el apoyo firme y seguro de la primera cristiandad. Pablo fue el Apóstol, el misionero infatigable que sembró comunidades cristianas por todo el Orbe conocido. Ambos murieron mártires, y ambos son venerados en Roma, centro de la cristiandad.

Y ahora ¿qué? ¿Nos quedamos mirando a los colosos con la boca abierta? Bien, bien, pero ¿qué nos aprovecharía a quienes, a estas alturas del día, no hemos sido capaces ni siquiera de mortificarnos un poquito en el desayuno?

Comenzaré de nuevo el comentario:

Cristo eligió a dos pecadores. Uno lo había negado tres veces, y el otro perseguía a los cristianos. Ambos se enamoraron de Jesús, y ese amor los llevó a entregar la vida. Si eres frágil como ellos, también, como ellos, te puedes enamorar. Trata a Cristo hasta que se te derrita el corazón. Y la gracia de Dios, que hizo de ellos dos colosos, hará de ti un santo. No hace falta que seas «colosal»; basta con que seas fiel.

(2906)

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