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Fiestas de los santos – Espiritualidad digital

Primeros flechazos y largos caminos

Los comienzos de las historias de amor son siempre hermosos. La escena que hoy nos presenta el Evangelio narra el primer encuentro, el primer flechazo que cautivó de manera inesperada a un publicano y lo llevó a ser apóstol de Cristo.

Vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió. Lo narra el propio Mateo. Casi le reprocharíamos el ser tan escueto, tan sobrio… No nos cuenta lo que sintió, qué revolución tuvo lugar en su alma en apenas unos segundos. Pero lo cierto es que los evangelistas suelen darse muy poca importancia a sí mismos.

En todo caso, en esta escena aún no tenemos a san Mateo. Tenemos al publicano Leví cautivado, fascinado por la llamada del Señor y entusiasmado. Pero entre la conversión y la santidad media un largo camino. Y ese camino estuvo jalonado por tres años de convivencia íntima con Jesús. Después vino la deserción, cuando Jesús fue arrestado. Después, el encuentro con el Resucitado. Después, la venida del Espíritu. Después, la proclamación del Evangelio. Después, el martirio y, después, el cielo. Así formó Dios a san Mateo.

Tú… ¿por dónde vas?

(2109)

Alguien te presenta a alguien

A muchos de vosotros os ha sucedido: un día os presentaron a alguien, y ese día vuestra vida cambió, porque la persona que os habían presentado se convirtió, con el tiempo, en vuestro compañero o compañera inseparable. No fueron buenos consejos, ni palabras sabias, que nunca vienen mal, los que os transformaron. Fue algo tan sencillo y maravilloso como alguien que os presentó a alguien.

Así le sucedió a Natanael: Felipe le contestó: «Ven y verás». Su hermano le presentó a Cristo, y Natanael cayó rendido ante Él: Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel. Su vida ya nunca fue la misma. Y su muerte fue la consumación de aquel encuentro. Murió mártir, despellejado en la India por hacer con otros lo que habían hecho con Él: presentarles a Cristo.

Hay que recordarlo mucho, porque sigue habiendo gente empeñada en evangelizar a base de discursos moralizantes y soporíferos. Yo conocí en la Universidad a uno de esos «pesados». Lo llamábamos «el charlas», y huíamos de él. No hagáis eso. No deis consejos a gente que no os los ha pedido. Sencillamente, hablad de Cristo con naturalidad a vuestros semejantes. Decidles que Él os curó.

(2408)

Plegaria para cobardes enamorados

¿Vosotros os atrevéis a pedirle cruz al Señor? Yo, francamente, no me atrevo. Me da miedo que, si me concede lo que le pido, después no pueda cargar con el peso y tuviera que decirme: «¡Me lo pediste tú!». Puedo admirar esas cartas de santa Teresa en las que dice al Padre Gracián que, puesto que lo quiere tanto, ha pedido al Señor cruz para él… Pero, por si acaso rezáis por mí, preferiría que me quisieran de otra forma. No soy santa Teresa.

Por otro lado, sé que no puedo limitarme a rezar y aplaudir a los santos desde el patio de butacas o el banco de la iglesia. Si quiero ser santo –¡y quiero!– debo entregar la vida. Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo. ¿Qué haré, entonces?

Lo que ya hago. No me siento capaz de pedir al Señor cruz, pero hay una oración que brota de mí por sí sola: «Señor, quiero estar contigo. Donde Tú estés, quiero estar yo». El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor. No miraré si es la Cruz o el Tabor. Te miraré sólo a Ti.

(1008)

Quien llega tarde se queda fuera

Un compañero mío, hace algunos años, se hartó de que más de la mitad los feligreses llegaran, de manera habitual, tarde a misa. Entonces decidió cerrar la iglesia con llave al empezar la celebración, y dejar fuera a todo el que llegara tarde. Fue tal el motín que le montaron, que tuvo que dar marcha atrás de su decisión en menos de una semana. Personalmente, creo que fue una decisión –digámoslo así– arriesgada. Si yo hago eso, me cuelgan del campanario.

Las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta.

Una cosa es la teología, y otra la política. Mi amigo adoptó la política equivocada, pero, en términos teológicos, tenía razón. Quien llega tarde se queda fuera, no termina de entrar en el santo Sacrificio. Entre otras cosas, porque llega deprisa, pensando en mil cosas, y cuando quiere recogerse ya estamos en el «Ite, missa est».

A misa hay que llegar pronto, preparar la lámpara, recogerse… Y entonces, cuando la misa comienza, una puerta –no la del templo– se cierra, y quedas a solas con el Señor.

Políticas aparte, haz todo lo posible por llegar a misa antes de que comience la celebración.

(0908)

Un amor más fuerte que la muerte

En uno de sus pasajes más poéticos, dice el Cantar de los Cantares: Es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el abismo; Las aguas caudalosas no podrán apagar el amor, ni anegarlo los ríos (Ct 8, 6-7).

En la Escritura hay mujeres así, cuyo amor salta sobre la barrera de la muerte y sigue su camino hacia lo eterno. Marta ha enterrado a su hermano hace cuatro días y, sin embargo, no lo da por perdido: Aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá. Sigue viva en ella, junto al amor, la esperanza; y, junto a la esperanza, la fe: Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo. Y Cristo no puede resistirse ante quien se acerca a Él con las tres lámparas encendidas: Tu hermano resucitará.

Muchos creemos que María de Betania es la propia María Magdalena. También ella, en la mañana del domingo, seguirá amando con amor ardiente al Cristo a quien cree muerto. Ese amor la hará merecedora de ver su rostro antes que nadie.

Benditas mujeres, cuyo amor es más fuerte que la muerte.

(2907)

¡Cuánto les hubiera gustado!

Joaquín y Ana¡Qué bien se cumplen, en Joaquín y Ana, las palabras del Señor!

Muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron.

Ellos fueron los primeros en ver, con sus ojos, a la Virgen María, a quien tantos profetas y justos desearon ver.

¡Cuánto le hubiera gustado a Eva poder ver a la mujer que aplastaría, con su talón, la cabeza de la serpiente que la sedujo a ella!

¡Cuánto le hubiera gustado a Sara, la madre de Isaac, el hijo de la promesa, ver a la madre del Hijo prometido, el que ocuparía el lugar de Isaac en el sacrificio ofrecido sobre el Monte!

¡Cuánto le hubiera gustado a Ana, la madre de Samuel, ver a la madre del Rey que recibiría el cetro entregado por Samuel a David!

¡Cuánto le hubiera gustado a Ester, la reina que salvó al pueblo con su intercesión, conocer a la reina del cielos y tierra, que intercede ante su Hijo por todos los hombres!

¡Cuánto le hubiera gustado a la reina de quien estaba escrito: Quiero hacer memorable tu nombre por generaciones y generaciones (Sal 44, 18) conocer a la reina a quien todas las generaciones proclamamos bienaventurada!

(2607)

El tremendo poder de los santos

No era fácil entender a un Mesías que había venido a poner el mundo «patas arriba». Literalmente. Tampoco es fácil hoy. Hasta que Cristo llegó, el mundo era de los grandes, de los que ocupan el vértice de la pirámide del poder. En ese vértice se habían sentado David y Salomón, y allí tenían guardado el trono reservado al Mesías. Por eso no es extraña la petición de la madre de los Zebedeos:

– Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.

– No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?

Tardaron mucho en comprender que, en adelante, no serían los poderosos quienes redimieran la tierra, sino los pequeños, los despreciados, los mártires, los santos.

Nos sucede como a ellos. Seguimos pensando que el mundo es de los fuertes, de los que están arriba. Culpamos a los políticos y las élites de todos los males, y acabamos pecando con un odio injustificado y estúpido.

Deberíamos haber aprendido que el mundo no se redime mandando, sino sirviendo. Y el cáliz del Señor lo tenemos todos muy a mano. Si aceptáramos beberlo, nosotros renovaríamos la tierra.

(2507)

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