La Resurrección del Señor

Fiestas de los santos – Página 2 – Espiritualidad digital

La autoestima y san Bartolomé

Creo haberlo escrito más veces. Me llama la atención cómo, con Jesús, las presentaciones son, muchas veces, al revés. Lo normal es: «Hola, soy Antonio», «Hola, soy Manuel, encantado». Pero, con Jesús, Él te dice quién eres tú y tú le dices quién es Él: Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño… Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Con Simón sucedió algo parecido; Jesús lo llamó Pedro. ¿Cómo te llama a ti Jesús cuando habláis? ¿Qué dice de ti?

Ahora nos ha entrado la fiebre de la autoestima, y queremos que la gente se crea Supermán. Me decía una mujer que, por consejo de su psicóloga, cada mañana se miraba al espejo y se decía: «¡Guapa!». En fin…

Los cristianos no necesitamos esas tonterías. Nuestro espejo es Cristo. Y Él nos dice, como a Bartolomé, quién somos: «Señor, soy un desastre». «Sí, hijo, eres mi desastre favorito, el desastre a quien Yo amo. Vales toda mi sangre. Y, a través del desastre que eres tú, Yo haré maravillas porque me he encaprichado contigo». Eso te reconcilia contigo mismo. ¿Cómo no voy a quererme, si Jesús me quiere así?

(2408)

Entre calores y fuegos

Siempre me ha hecho gracia que, en plenos calores de agosto, celebremos la fiesta de san Lorenzo, martirizado en el fuego de una parrilla. Quienes me leéis desde el hemisferio sur sabréis disculparme el comentario, igual a vosotros esta fiesta os trae calor en los rigores del invierno, pero en España la parrilla de san Lorenzo no es, precisamente, el sueño de una noche de verano. Y si, para mejorar las cosas, la oración Colecta le dice a Dios que el santo resplandeció «con tu ardiente amor», ya veo a señoras sacar el abanico.

La Providencia, a través de la liturgia, nos está ofreciendo el mejor modo de celebrar al santo. Porque si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. San Lorenzo honró a Dios dejándose quemar, y mostrando incluso alegría entre las llamas. «Por este lado ya estoy tostado», dijo, «podéis darme la vuelta». Y, estando a punto de morir, exclamó: «La carne ya está hecha; podéis comer». Nosotros, al menos, siguiéndole a distancia, podríamos proponernos no quejarnos del calor y no perder el buen humor.

Aunque lo de no quejarse creo que yo ya lo he incumplido.

(1008)

De los listos es el cielo

Hay parábolas de malos y buenos: la del trigo y la cizaña, la de la red, la alegoría de las ovejas y las cabras en el Juicio Final, etc. Pero hay otras parábolas, como la del administrador infiel o la del prejubilado idiota (el que pensaba pegarse la vida padre sin saber que se estaba muriendo) en las que el juego transcurre entre listos y tontos. La parábola de las diez vírgenes es de ésas. Lo mejor es salvarse; pero, si uno se va a condenar, peor que condenarse por malo es condenarse por tonto. Imagínate toda la eternidad con los demonios carcajeándose en tu cara.

Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Quiere decir tontas y listas, en román paladino. Porque, al final, quienes entran al banquete son aquéllas que no cometen la estupidez de creer que basta con llevar lo justito y quedarse dormidas después. Son listas, saben que al Señor le gusta llegar tarde y que nosotros tenemos tendencia a dormirnos. Por eso se hacen con una reserva de aceite: un tiempo de oración, una vida sacramental, una tarea apostólica. De este modo, aunque se duerman, entrarán, porque, además de vírgenes y listas, son amigas.

(0908)

De cómo trata Jesús a sus amigos

Marta está enfadada; como casi siempre. Cuando Jesús le promete que su hermano resucitará, responde: Sé que resucitará en la resurrección en el último día. No es una profesión de fe; ésa vendrá después. Es una regañina: «¡Ya sé que al final de los tiempos todos resucitaremos! Pero yo he perdido a mi hermano y ya no escucho su voz en mi casa».

Esperaba otra cosa. Habían avisado a Jesús hacía una semana de que su amigo estaba enfermo. Y creían que no lo dejaría morir. Pero no sabían cómo trata Jesús a sus amigos.

Jesús dejó morir a Lázaro, y vino cuatro días después. Se comprende el enfado de Marta. Pero, bajo sus vísceras, latía un corazón rendido al Maestro: Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo. He ahí su profesión de fe.

Jesús resucitó a Lázaro, y todo quedó compensado. Pero les dejó una lección: quiere que sus amigos vivan de fe, y los pone a prueba para que su fe crezca y tengan vida eterna. Así es Jesús: a los de lejos les cura los enfermos, a los de cerca los bendice con la Cruz.

(2907)

Una visita encantadora y unas palabras desafortunadas

Quédate hoy con estas palabras del Señor, porque son el marco perfecto para que celebres a san Joaquín y a santa Ana:

¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen! Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.

En definitiva, como dice el salmo: Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre (Sal 83, 5).

Dichosos los que vivimos en el Hogar de Nazaret, dichosos nosotros, los familiares de Jesús. Hoy gozamos de un día especial, porque la visita de los abuelos ilumina la casa. Su presencia crea hogar, da calor y protección, nos hace sentir niños como Jesús y también como María. Porque una madre siempre es niña ante sus padres.

Me dijo una abuela que sintió una punzada la primera vez que su hija se dirigió a ella con un: «¡Hija, mamá!». Mal asunto. O hija, o mamá. La Virgen, estoy seguro, nunca dijo a santa Ana: «¡Hija, mamá!». Le dijo sólo «Mamá». Y a san Joaquín «Papá».

Niña la Virgen, niño Jesús, niños nosotros. Y esta visita de los abuelos durará todo el día.

(2607)

La conversión de Santiago

Decimos que un encuentro con Cristo puede cambiar la vida de un hombre. Pero hoy quisiera matizarlo: Es el encuentro con Jesús crucificado el que transforma la vida.

Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Esos dos «niñitos de mamá» eran pescadores de Galilea que habían ido al Jordán a escuchar al Bautista, y que allí se encontraron con Jesús. De vuelta en Galilea, Jesús los invitó a ser pescadores de hombres, y los llamó «hijos del trueno». Con razón. Quisieron enviar fuego y azufre sobre aquel pueblo que rehusó recibir a Jesús. Y la emprendieron a gritos contra el que echaba demonios en el nombre de Cristo. No estaban convertidos.

Hasta que apareció la Cruz. A diferencia de Juan, Santiago huyó. Sin duda, lo lloró, y con lágrimas de humildad apagó para siempre el fuego de su cólera. Según cuenta san Pablo, Cristo resucitado se le apareció y lo confortó. Después derramó su Espíritu sobre él.

Ya tenemos al santo. Al que se apresuró a viajar a España, y a morir mártir a manos de Herodes. Pero ese cambio comenzó al encuentro con la Cruz.

(2507)

El secreto del secreto

Santa Brígida perdió a su marido tras haber dado a luz nueve hijos. Sufrió el descarrío de uno de los nueve. Vio temblar la fe de la Iglesia a causa del exilio de los Papas a Avignon. Escribió una y otra y otra carta al sucesor de Pedro implorándole que volviese a Roma, sin apenas conseguir nada… Y, en medio de todas esas tribulaciones que jalonaron su vida, ¿qué hizo? Permanecer, clavar la mirada en el Crucifijo sin retirarla y mantenerse fiel hasta el final mientras todo parecía derrumbarse en torno a ella.

El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante. Esto es lo que han hecho los santos: permanecer. El secreto de la santidad es, muchas veces, la perseverancia. No basta un momento de fervor, ni un acto heroico en un día propicio. La clave es permanecer unido a Cristo en medio de las mil dificultades de la vida y de la Historia.

«El mundo se desmorona, y nosotros nos enamoramos». Eso le dice Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en «Casablanca». Y quiera Dios que se lo puedas decir tú a Cristo. Porque sólo los muy enamorados perseveran. Ése es el secreto del secreto.

(2307)

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