La Resurrección del Señor

Fiestas de la Virgen – Espiritualidad digital

Verdadera reina

Celebramos hoy a la Virgen como Reina de cielos y tierra. Ese reinado suyo está íntimamente ligado al reinado de Cristo, pero no es simple reflejo de ese reinado, al modo en que, en este mundo, los reyes y reinas consortes comparten título con los soberanos sin tener poder. Ella es, por deseo de su Hijo, auténtica soberana, y en muchos momentos lo ha demostrado.

Me centraré en Fátima. La corona de la Virgen de Fátima me tiene cautivado, lo confieso. María se muestra en Fátima como reina, poderosa y encantadora. ¿Por qué, si no, diría: «Al final, mi corazón inmaculado triunfará»? Son palabras de una soberana, de una reina que espera a manifestar su poder al momento oportuno.

Fue el 13 de mayo de 1981, festividad de la Virgen de Fátima, cuando la Reina, mostrándose superior a los ejércitos de las tinieblas, salvó la vida de san Juan Pablo II. La bala que lo atravesó está ahora engastada en la corona de la Señora.

También allí, en Fátima, está un fragmento del Muro de Berlín, como muestra de una acción propia de su poder real.

María es, desde luego, madre y esposa del Rey. Pero también es verdadera reina.

(2208)

No podía ser de otro modo

Dirás que la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma a los cielos no ha sido relatada por los evangelios. Es verdad, pero la Iglesia desde los comienzos creyó en ella. La tradición oriental de la Dormición asegura que María murió, resucitó y fue llevada al cielo. La tradición occidental de la Asunción asegura que a la Virgen se le ahorró el trance de la muerte, y fue llevada al cielo al culminar su vida. La Iglesia, en el dogma de la Asunción, recoge lo que ambas tradiciones nos han legado: que la Madre de Dios fue llevada al cielo en cuerpo y alma.

Esa tradición viene de los primeros cristianos. Pero, también, de un piadoso sentido común, porque no podía ser de otro modo.

¿Cómo iba a ser pasto de gusanos el cuerpo inmaculado desde su concepción que jamás se desposó con el pecado, ni siquiera venial?

¿Cómo iba a sufrir la putrefacción el cuerpo que, durante nueve meses, fue sagrario del Verbo divino, o los pechos que alimentaron al Hijo de Dios?

¿Cómo iba a corromperse en la fetidez de la muerte la criatura más hermosa jamás creada por Dios?

Realmente, no podía ser de otro modo.

(1508)

La lengua materna

Inmaculado corazón de MaríaPor muchos idiomas que uno pueda haber aprendido a lo largo de su vida, la lengua materna es siempre la que nos permite expresarnos con naturalidad y de manera espontánea. Nosotros, que hemos nacido como hijos de Eva, desde que nacemos hablamos su idioma. No sabemos amar. Llamamos «amor» a egoísmos, lascivia, afán de control, posesiones, inseguridades y celos. No es sólo nuestra lengua. Merced al pecado original, son nuestros corazones los que están «formateados» así. Y no basta con aprender un lenguaje nuevo, ni con forzar el corazón para reprimir sus veleidades. La redención obrada por Cristo requiere un nuevo nacimiento, una nueva madre, una nueva lengua materna y un nuevo corazón.

Su madre conservaba todo esto en su corazón. Ese corazón inmaculado habla, desde el principio, la lengua de Dios, la del Espíritu que lo llena por completo. Sabe de amores grandes, limpios y hermosos, sabe y bebe del agua del costado de su Hijo.

Sea crucificado el hijo de Eva, y nazca de esas aguas el hijo de María. Nazcamos de nuevo de esa madre, alimentémonos a sus pechos, y aprendamos ese idioma, que ha de ser nuestra lengua materna. Así, cuando digamos «amor», hablaremos de Amor.

(ICM)

Aires de grandeza

Mira esas ruedas de prensa que llenan el televisor cuando un jefe de Estado acoge la visita de otro. Mira cómo el visitante es recibido por altos funcionarios y soldados en formación, y es saludado solemnemente por el mandatario del país que lo recibe. Plantan micrófonos, se dirigen palabras ampulosas, se hacen regalos… Hay en la escena tales aires de grandeza que uno se pregunta cómo esos dos titanes pudieron caber un día en el vientre de sus madres.

– ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? – Dios ha mirado la humildad de su esclava.

Alégrate al contemplar a dos mujeres que se sienten muy pequeñas. Ambas están sobrecogidas, se ven indignas de haber sido elegidas y amadas por Dios. Y juntas comparten su alegría al saberse favorecidas tan por encima de sus méritos. ¡Quién diría que se trata nada menos que de la madre de Dios y la madre del mayor de los nacidos de mujer! Hay, en cualquiera de las dos, mucha más grandeza que en todos los gobernantes del mundo juntos.

Nunca te des aires de grandeza. Recuerda que eres una mota de polvo a la que Dios ama y ensalza. Vive agradecido.

(3105)

Las dos señales

Retomamos el Tiempo Ordinario. Y, con esta memoria de Santa María, Madre de la Iglesia, la liturgia nos marca el camino, y nos sitúa ante las dos referencias que no debemos perder jamás de vista en nuestra marcha hacia el cielo:

Junto a la cruz de Jesús… El Crucifijo es, para el caminante, como la brújula que apunta al Norte. Tened siempre un crucifijo cerca; a mí me gusta llevarlo en el bolsillo y, muchas veces al día, acariciarlo con la mano o agarrarlo fuerte, como quien se apoya en el mejor báculo. Tenedlo también en casa, y miradlo con amor cuantas veces podáis. Que mirando se enamora el hombre.

Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre. La Virgen santísima es la mejor compañera de camino. Ella hace dulces las dificultades y suaves las cargas. Ella enjuga nuestras lágrimas y comparte nuestras alegrías. Ella dirige constantemente nuestra mirada a su Hijo, sobre todo cuando, al rezar el santo rosario, junto a ella contemplamos los misterios de la vida de Cristo.

El sacrificio de la Cruz, renovado cada día en el altar, y la Virgen santísima. No pierdas de vista esas dos señales, y llegarás al cielo.

(MMI)

Historia de un beso

No sabemos cuándo tuvo lugar aquel encuentro misterioso entre la Virgen y Gabriel. Lo que sabemos es que, en ese día sagrado, cielo y tierra se tocaron en secreto. Dios y el hombre se palparon mutuamente en el seno de la Virgen. Porque allí tomó carne la divinidad, y esa carne de Dios entró en contacto con la carne de la mujer de quien fue tomada.

Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.

Ese contacto íntimo, amoroso y secreto, ese «piel con piel», «carne con carne», durará treinta y tres años, durante los cuales Dios abraza, besa, impone las manos, toca la carne enferma de los leprosos y el cadáver de los muertos, acaricia el rostro de los niños y besa las mejillas del traidor. Porque, realmente, cuando el Verbo tomó carne en el seno de la Virgen comenzó un beso, un beso de Amor, de muerte y de vida, un beso terrible, el sello de una alianza nueva que llegará a su consumación con un terremoto en el Gólgota.

Que me perdone mi admirado Garci si le robo el título, pero aquel día sagrado comenzó la historia de un beso.

(2503)

“La

Lo que sólo la fe permite ver

Lo que los hombres vieron aquel día:

La Ley de Moisés preceptuaba que el sacerdote entregase a Dios al primogénito, mientras ofrecía en su lugar, como rescate, la sangre de un par de tórtolas o dos pichones. Se trataba de un aplazamiento, simplemente. El primogénito le pertenecía a Dios y, tarde o temprano, su propia muerte sería la consumación del sacrificio. Así, según costumbre, ofreció el sacerdote de la antigua alianza al Hijo de María.

Lo que los hombres no vieron aquel día:

Simeón y Ana, como hoy nosotros al inicio de la Misa, recibieron en el templo a Jesús con las candelas encendidas de dos corazones iluminados por la fe. Y entró en el templo, por vez primera, el propio Dios a quien estaba consagrado. La gloria de Yahweh llenó el santuario, como en otro tiempo llenaba la nube la tienda de Moisés. El verdadero sacerdote, durante esta ceremonia, no fue el levita que tomó en sus manos al Niño, sino el propio Niño. Y la sangre de aquellos animales fue prenda de otra sangre, la que ese Niño ofrecería por cada uno de nosotros. No fue el Hijo de María el rescatado. Los rescatados fuimos tú y yo.

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