Decimos que un encuentro con Cristo puede cambiar la vida de un hombre. Pero hoy quisiera matizarlo: Es el encuentro con Jesús crucificado el que transforma la vida.
Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Esos dos «niñitos de mamá» eran pescadores de Galilea que habían ido al Jordán a escuchar al Bautista, y que allí se encontraron con Jesús. De vuelta en Galilea, Jesús los invitó a ser pescadores de hombres, y los llamó «hijos del trueno». Con razón. Quisieron enviar fuego y azufre sobre aquel pueblo que rehusó recibir a Jesús. Y la emprendieron a gritos contra el que echaba demonios en el nombre de Cristo. No estaban convertidos.
Hasta que apareció la Cruz. A diferencia de Juan, Santiago huyó. Sin duda, lo lloró, y con lágrimas de humildad apagó para siempre el fuego de su cólera. Según cuenta san Pablo, Cristo resucitado se le apareció y lo confortó. Después derramó su Espíritu sobre él.
Ya tenemos al santo. Al que se apresuró a viajar a España, y a morir mártir a manos de Herodes. Pero ese cambio comenzó al encuentro con la Cruz.
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