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Cuaresma – Página 2 – Espiritualidad digital

Mucho más que una pregunta

Nunca me ha gustado la música de Julio Iglesias. Pero no odio a Julio Iglesias, ni deseo matarlo. Simplemente, no lo escucho. Tampoco me ha gustado nunca el cine de Terrence Malick. Pero no odio a Terrence Malick, ni deseo matarlo. Simplemente, evito ver sus películas.

¿No es este el que intentan matar? Lo intentaron, y lo lograron: lo mataron. ¿Por qué? Ese interrogante es el fondo negro, negrísimo, de cualquier crucifijo: ¿Por qué? Si no os gusta lo que dice Jesús, si no os atrae su vida, no os acerquéis a Él, vivid la vuestra. ¿Por qué odiarlo? ¿Por qué matarlo? El otro día, alguien a quien no había visto en mi vida, por el mero hecho de llevar un alzacuellos, me llamó «perro». ¿Por qué? Si él lleva un anillo en la nariz y se ha pintado el pelo de rojo, yo no lo odio. ¿Por qué me odia él a mí?

Nadie puede responder a esa pregunta. Y las respuestas que se dan no se sostienen, son vómitos de odio. Pero lo cierto es que el Demonio dejó su semilla en nosotros. Cuando la gracia no llena el alma, algo hay en ella que odia a Dios.

(TC04V)

Sólo Cristo es verdad

Seamos claros: Sólo Cristo es la verdad, y todo lo demás es mentira. Ese partido de fútbol que viste es mentira. Esa serie de televisión es mentira. Tú eres mentira. Yo soy mentira. Porque hoy somos, y mañana no somos. Y corre el tiempo tan deprisa que, en un abrir y cerrar de ojos, nada de lo que ves estará aquí. Somos ramas tronchadas de un árbol, que parecen lozanas sobre el suelo al caer, y rápidamente se secan.

Sé que el amor de Dios no está en vosotros. Aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios. Todos estos reproches de Jesús a los judíos se resumen así: «Estáis vacíos, sois mentira. Estáis llenos de vosotros mismos, y vosotros mismos sois nada. Estáis llenos de vacío».

¡Y no queréis venir a mí para tener vida! Porque si esas ramas tronchadas del árbol fueran de nuevo injertadas en él, como sarmientos unidos a la vid, entonces la savia volvería a correr por sus venas, y darían fruto, y vivirían.

Quienes somos mentira seremos verdad si nos llenamos de Cristo. Y, entonces, hasta un partido de fútbol, contemplado en gracia de Dios, será vida eterna.

(TC04J)

El rostro de Dios es Cristo

El corazón del hombre sueña con ver a Dios. Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro (Sal 27, 8). Por eso los ojos nunca se sacian cuando se detienen en las criaturas. Rápidamente se cansan, y buscan más, porque ellas son tan sólo un pálido reflejo de la belleza del rostro de Dios. Engañosa es la gracia, fugaz la hermosura (Prov 31, 30).

Llegada la plenitud de los tiempos, Dios mostró al hombre su rostro. El rostro de Dios es Cristo. El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Por eso dijo Jesús a Felipe: Quien me ve a mí ha visto al Padre (Jn 14, 9). Y se estremece el corazón al pensar que, cuando Dios mostró su rostro al hombre, el hombre le escupió en la cara. El que no honra al Hijo no honra al Padre. Los salivazos que recibió Jesús venían de más lejos y apuntaban más lejos. Era el Satán quien escupía a Yahweh.

Se acerca la Semana Santa. Quisiera ser la Verónica. Y, mi vida, el paño que enjugue los ultrajes vertidos en el rostro de Dios.

(TC04X)

Niños a la espera de un milagro

El relato de la curación de aquel paralítico que llevaba años postrado ante la piscina de Betesda me ha traído al alma el pensamiento de muchos, muchos niños.

No tengo a nadie que me meta en la piscina. Porque ya son muchos, muchos los niños que, en España, no tienen quién los meta en la piscina. Sus padres no traen a los hijos a la iglesia para que reciban el Bautismo. ¡Cuántas lágrimas de abuelos y abuelas recogemos los sacerdotes!

¿Quieres quedar sano?, preguntó Jesús al paralítico. ¡Claro que quería! Pero estos padres, cuando los abuelos les preguntan: «¿Bautizaréis al niño?», responden que no quieren. Y, en ocasiones, incluso añaden: «Que lo decida él cuando crezca». ¿También esperaréis a que decida ir al colegio cuando sea mayor? ¡Qué temeridad!

Seguro que conocéis a padres que se han negado a bautizar a sus hijos. Acercaos a ellos, queredlos, y habladles de la vida eterna. Ofreceos, si ellos no tienen fe, a ser padrinos de sus hijos y transmitirles la fe. A más de un niño lo ha salvado un buen padrino. Y después los padres, de la mano de ese niño, han vuelto a Dios. La piscina es grande, caben todos.

(TC04M)

Cuando te cambia la cara

Tiene su gracia el que aquel ciego de nacimiento, tras ser sanado por Cristo, resultara irreconocible para quienes habían vivido junto a él: Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ese el que se sentaba a pedir?» Unos decían: «El mismo». Otros decían: «No es él, pero se le parece».

Es fácil de explicar. Unos ojos abiertos transforman el rostro, lo iluminan. A este hombre le había cambiado la cara.

Y eso es lo maravilloso. Era un hombre sencillo, no era teólogo. Ni siquiera sabía leer. Pero le había pasado algo. Y algo grande, porque había recuperado la vista. Le dijeron: «Da gloria a Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». Contestó él: «Si es un pecador, no lo sé; solo sé que yo era ciego y ahora veo». Ahí queda eso. A ver con qué argumento haces que no haya sucedido lo que ha sucedido.

El gran problema de muchos cristianos es que no les ha sucedido nada con el Señor. Nunca se acercaron lo suficiente. Pero si tú te acercas a Cristo y te dejas sanar por Él, te cambiará hasta la cara. Y, entonces, tu testimonio será irrebatible.

(TCA04)

Publicanos de temporada

parábola del fariseo y el publicanoLa parábola del fariseo y el publicano puede resultar cómoda o incómoda, según quién la lea y cuándo la lea. Cuando un cristiano piadoso se dispone a acercarse al confesonario para acusarse de sus culpas, no debería ser difícil hacer la oración del publicano:

¡Oh, Dios! Ten compasión de este pecador.

Con todo y con eso, no todos la hacen. En ocasiones, se nos presenta el fariseo en el quiosco de los pecados: Te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. «Ni como mi marido (cámbiese a «mi mujer» si procede). No hay quien lo aguante. Y yo soy muy paciente, ¿sabe? Pero llega un momento en que ya no puedo más, y ayer le tiré la plancha a la cabeza. No acerté, me cargué el espejo del salón».

Bueno, estas cosas suceden de vez en cuando. Pero, por lo general, un cristiano piadoso acude a confesar reconociendo sus pecados. No es demasiado difícil humillarse en ese escenario.

Cuando es difícil es cuando te humillan, cuando te tratan mal o te desprecian. Si, en ese momento, sabes decir: «Soy un pecador, lo he merecido por mis culpas», entonces, dichoso tú.

(TC03S)

Soy tuyo, Padre

Retrocedamos dos días. El miércoles pasado considerábamos cómo, en el monte Calvario, hemos recibido la nueva Ley, y esa Ley es Cristo, Cristo crucificado. En el Crucifijo han sido llevados a plenitud los mandatos de la Ley antigua, que han saltado hechos pedazos como los correajes de un siervo.

El primero es: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser».

Posa tu mirada en el altar de la Cruz, donde Cristo ha ofrecido su sacrificio al Padre. Y verás allí plasmado y consumado aquel primer mandato de la Torah. Que tus ojos escuchen, Israel, el grito del Verbo que se eleva hacia el cielo.

¿Acaso no está diciendo el Hijo al Padre: «Todo mi corazón, traspasado por la lanza, es tuyo; toda mi alma de hombre es para amarte; toda mi mente, circundada de espinas, es alabanza a tu nombre; todo mi ser está entregado a Ti; te pertenezco, Padre»?

Ahora, sin dejar de mirarlo, díselo tú a Él: «Soy tuyo». O, con palabras del Apóstol: Vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios (1Co 3, 23).

(TC03V)

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