El precepto se puede leer como un imperativo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. Y, entonces, me abruma la posibilidad de estarme reservando algo, de que queden zonas oscuras en mi corazón, en mi alma, en mi pensamiento, que no sean de Dios. Y quiero rebañar el fondo de todos los cajones, pero, apenas he terminado con el último, vuelvo al primero y descubro que, una vez más, me reservé algo.
Pero el futuro verbal da para mucho. Y también ese precepto se puede leer como una promesa: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. «Te prometo que te seduciré, te conquistaré dulcemente hasta que me ames con un corazón rendido». Eso me consuela. Su palabra y el cuerpo de su Hijo entregado en alimento me irán invadiendo hasta que sea cristiano, es decir, hasta que por entero le pertenezca a Cristo.
Y pienso que, mejor que hacer propósitos de entrega que nunca termino de cumplir, mi oración será: «Señor, lo que yo no te dé, quítamelo. Tienes mi permiso. Amén».
(TC03V)