Soledades de un hombre que se marcha

Hoy instituyó el Señor el sacramento del Orden Sacerdotal. Para los sacerdotes, es fiesta. Hasta que concluye la Misa en la Cena del Señor. En cuanto la Misa concluye, nos sumergimos en las tinieblas de Getsemaní, de las que no saldremos hasta el domingo. Siempre me sobrecoge ese contraste.

Al Señor y a los apóstoles les sucedió lo mismo. De la cena festiva de Pascua pasaron, repentinamente, a las angustias del Huerto.

Pero Jesús estaba triste desde el principio. Triste y conmovido. Se estaba despidiendo, y los suyos aún no lo sabían. Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.

¡Cuánto los quería! ¡Cuánto le costaba separarse de ellos! No me digáis que en tres días los vería de nuevo, no es verdad. Hay un abismo entre el Jueves y el Domingo. Y Jesús lo tendría que cruzar solo.

Se agacha, les lava los pies, y les deja –nos deja– tres regalos: el sacerdocio, la Eucaristía y el Mandamiento Nuevo. Hoy los recibimos agradecidos. Y, después, nos adentraremos con Él en ese abismo de Amor y de tinieblas. Silencio.

(JSTO)