Comienza el Triduo Pascual. Y, aunque el calendario marque tan sólo tres días hasta el domingo, la Iglesia, unida a su Señor, va a cruzar un abismo de tinieblas que hará que esos días parezcan siglos. Nunca ha pasado tanto tiempo entre tres puestas de sol.
Sólo le pido a Dios que sepamos encontrar nuestro sitio. Y no es, no puede ser, el del banco de la iglesia, desde donde se contempla a distancia la agonía del Salvador mientras se derraman unas lágrimas de bisutería. La sangre queda lejos de ese banco; se ve, pero no salpica.
Si no te lavo, no tienes parte conmigo.
Aquella agua, con la que Jesús lavó los pies de Simón, anunciaba otra agua que, mezclada con sangre, manaría del costado del Salvador horas después. Y en ese manantial necesitaremos lavarnos no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.
Es tarde. Levantémonos del asiento, acompañemos al Señor, peguémonos a Él, entreguemos con Él la vida, y recibamos, ya en el Gólgota, la aspersión de esa sangre que lavará nuestras culpas y nos devolverá a la vida como hombres nuevos, como cristianos.
Abracémonos, como Juan, a la Virgen. Ella nos llevará hasta allí.
(JSTO)