Los perfumes y un falso milagro

Me engañó la vida con un falso milagro. Cuando me acercaba al ambón para proclamar el evangelio, percibía aroma de rosas; no sucedía siempre, sólo algunos días. Creí que me bendecía el Señor con el aroma de su palabra, hasta que me percaté de que aquel fenómeno sólo sucedía cuando en el primer banco estaba una feligresa determinada, aficionada a ducharse con perfume en lugar de con agua, como todo el mundo. Menuda decepción.

Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. No soy muy aficionado a los frascos de colonia, pero los perfumes de la Escritura me cautivan. El Antiguo Testamento está lleno de perfumes exóticos y, en el Nuevo, los perfumes son pieza clave en el entierro de Cristo. Lo tenía guardado para el día de mi sepultura.

Dice san Pablo que nosotros somos incienso de Cristo ofrecido a Dios, entre los que se salvan y los que se pierden; para unos, olor de muerte que mata; para los otros, olor de vida, para vida (2Cor 15-16). Por eso Judas no soportó aquel perfume de amor derramado por María.

Traed ese perfume al templo, y no os bañéis en agua de rosas, que no hace falta.

(LSTO)