La sanación interior
En la infancia, los padres, muchas veces, hacen de escudo para que los hijos no sufran. Pero llega un momento en la vida en que nos alcanza el verdadero dolor, y allí no están mamá y papá para cubrirnos. De niño, si te caías de la bicicleta, te raspabas la rodilla y, en una semana, aquello había pasado. De mayor, te visitan dolores que vienen para quedarse.
Vete en paz y queda curada de tu enfermedad. Si Cristo sanó enfermedades corporales, aquello era símbolo de la verdadera sanación: la interior. A quien ama a Jesús, la enfermedad, si no resulta sanada, lo lleva al cielo. Pero las heridas más sangrantes son las del corazón y el alma.
Soledad, angustia, preocupación… Eso nos mata por dentro. Y entonces nos arrodillamos ante el crucifijo, y encontramos al Compañero. El corazón traspasado del Señor aquieta nuestro corazón afligido y, de repente, nos sorprendemos diciendo: «¡Da gusto sufrir contigo, Jesús!»
¿Y qué te diré de las heridas del alma, los pecados? Nos postramos ante el sacerdote, y, en cada absolución, la sangre de Cristo nos purifica. Salimos como niños recién nacidos.
Por eso aclamamos: «¡Tú que has sido enviado a sanar los corazones afligidos!»
(TOB13)