Nos hemos acostumbrado, ya no nos escandaliza. Tanto peor para nosotros, hemos perdido la sensibilidad necesaria para temblar de asombro. Deberíamos volver atrás, al primer anuncio, y recuperar el escándalo. Porque toda la liturgia de hoy parece escrita para romper esquemas. La oración de después de la comunión anuncia «la fiesta de quienes, incapaces todavía de confesar de palabra a tu Hijo, han sido coronados con la gracia celestial».
¿Cómo es posible que, ante una masacre que tiñó de sangre las cunas de cientos de niños, ante el llanto de Raquel, que llora a sus hijos, y rehúsa el consuelo porque ya no viven, la Iglesia se alegre y haga fiesta en este día? Semejante atrevimiento pide a gritos una explicación.
Y ésta es la buena noticia: Ha venido la Luz al mundo, las tinieblas se han poblado de claridad, la muerte se ha convertido en camino hacia la Vida. Si el Hijo de Dios ha bajado a la tierra, a través de Él sube el hombre al cielo. Hemos salvado la vida, como un pájaro, de la trampa del cazador (Sal 124, 7). Hoy Raquel sabe que sus hijos viven, hoy cesa su llanto y debería cesar el nuestro.
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