¡Qué sería de nuestra Navidad sin los belenes! Los ojos necesitan posarse en esas figuras para que, a través de ellas, el alma acoja, por la fe, la buena noticia que proclaman.
Siglos atrás, Moisés rogó a Yahweh que le mostrara su rostro. Y Yahweh le respondió que su rostro no lo podría ver. El profeta se dio la vuelta mientras Dios pasaba, y, al volverse, apenas alcanzó a ver su espalda.
Hoy, Juan nos anuncia la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó (Jn 1, 2). ¿Sabes lo que eso significa? ¡Que Dios se ha girado hacia nosotros, se ha dado la vuelta y nos ha mostrado su rostro! El propio apóstol vio, en la santa faz del Redentor, el rostro de Dios. Pero, antes, lo vieron María y José en Belén.
¡Dichosos ojos nuestros, que podrán contemplar un día la belleza del más hermoso de los hijos de Adán! Hasta que ese día llegue, necesitamos los belenes, los crucifijos y, sobre todo, el blanco inmaculado de la Hostia. Clavando en ellos la mirada, entra en el alma la luz.
Entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
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