¡Pobres nazarenos! ¡Qué necios, y qué ciegos! Alcanzan las puertas del misterio y, en lugar de cruzarlas, escupen sobre ellas. Se podría rezar con sus blasfemias.
¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María?
Se dan cuenta de que «todo eso» lo ha sacado de algún sitio; de que su «sabiduría» le ha sido dada por alguien, de que sus milagros proceden de una fuente misteriosa… Un paso más, sólo un paso más hacia adelante, y os sumergiríais en esa fuente misteriosa, en ese Alguien, el Padre, que le ha dado al Hijo su Sabiduría y su poder. Pero, en cambio, escupís y os dais la vuelta. No es que no creáis; es que no queréis creer.
Cuando uno contempla, en los santos evangelios, la humanidad santísima de Cristo, llega un momento en que, como aquellos nazarenos, se queda con la boca abierta, atónito, ahogado en un enorme interrogante: «¿Quién eres?». Y, entonces, basta con dejarse ahogar en la sorpresa para comenzar a contemplar. Darse la vuelta y marcharse, disgustado por no poder responder, es propio de necios.
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