El corazón en los labios

Allá por el siglo pasado, cuando estudiaba Derecho, sufrí al peor profesor que he tenido en mi vida. Sacaba de la cartera un manual descatalogado, que no estaba ni en la Biblioteca de la Facultad, y comenzaba a leer a toda velocidad hasta que concluía la clase. Nos las veíamos negras para tomar apuntes a ese ritmo. Hasta que alguien, felizmente, se hizo con el manual, lo fotocopió, y nos pasó a todos la tabla de salvación. A partir de aquel momento, las clases se vaciaron; sólo quedamos cuatro alumnos poseídos de un discutible sentido de la responsabilidad. Afortunadamente, a los cuatro nos aprobó sin examinarnos, como recompensa por nuestra paciencia.

Les enseñaba con autoridad, y no como los escribas. Siempre he pensado que los escribas eran como aquel profesor mío: leían lo que otros habían escrito, y aburrían a las piedras. Pero llegaba Jesús, abría los labios, y sus palabras ardían. ¡Este hombre se cree lo que dice! ¡Habla de lo que ama! ¿Cómo no escucharlo? Temblaban los demonios, se indignaban los fariseos, y caían rendidos de amor los discípulos.

Cuando hables de Cristo, pon el corazón en los labios. Te entiendan o no, que noten que estás enamorado.

(TOB04)

“Evangelio