El Adviento se inicia con dos gritos lanzados desde las dos orillas de un mar: «¡Ven, Señor Jesús!», «¡Viene el Señor!». El primer grito lo proferimos, y el segundo lo escuchamos.
¿Cómo nos alegraríamos al saber que Cristo viene, si primero no lo hemos llamado con verdadera hambre de Dios? ¿A alguno de vosotros le alegra saber que la comida está en la mesa cuando se encuentra saciado tras haber pasado la mañana de bar en bar con los amigos?
¿Somos sinceros cuando gritamos «¡Ven, Señor Jesús!»? ¿Realmente creemos que lo necesitamos? Si somos capaces de pasar un día entero sin pensar en Dios, y no morimos de tristeza, ¿no viviríamos como un estorbo el que Cristo rasgase el cielo y regresara antes de que acabemos la serie de Netflix? ¿No acabaríamos pidiendo que esperase un poco, que no fuera tan deprisa, que nos diera tiempo a tomarnos antes las vacaciones o a ver crecer a los nietos?
Quizá necesitamos un ayuno antes de gritar: «¡Ven, Señor Jesús!» y escuchar: «¡Viene el Señor!». Quizá nos haga falta un lavado de estómago, recuperar el hambre y reconocer que es hambre de Dios…
No sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
(TAB01)