Buscad, en los evangelios, a un solo enfermo que implorara de Jesús la sanación y no la obtuviera. No lo encontraréis.
La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males. Jesús no negó la curación a ningún enfermo que se lo pidiera con humildad; incluso curó a muchos que no se lo habían pedido, como el soldado Malco o el paralítico de la piscina probática.
Cuando, en 1917, la Virgen apareció en Fátima, los videntes le rogaron por multitud de enfermos. Ella respondió: «Algunos se curarán». Y algunos se curaron. No todos. Yo he visto sanaciones milagrosas. También he peregrinado a Lourdes con enfermos, y esos enfermos murieron. Murieron todos en los brazos de la Inmaculada.
Cristo ya no sana a todos los enfermos. No os enfadéis si no obtenéis el milagro. Ahora los cielos están abiertos, ahora la muerte es camino hacia la Vida. Por eso, ahora Cristo sana las almas. Vienen enfermas al sacramento del Perdón, y la absolución obra siempre el milagro; un milagro mucho mayor que la resurrección de Lázaro. Todo aquel que acude contrito al confesonario resulta curado. Allí es donde ahora se derrama el poder sanador de Jesús.
(TOB05)