Varias veces, en los evangelios, hace Jesús la misma recomendación a sus discípulos cuando los envía a predicar:
Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio.
Es una forma admirable de pobreza. Los discípulos toman la comida y el techo que se les ofrece como un regalo inmerecido, y lo agradecen. Si, en lugar de eso, fueran cambiando de casa en casa hasta encontrar el mejor alojamiento, acabarían pensando que merecen algo más digno. Pero Jesús quiere discípulos pobres y agradecidos.
Ojalá fuéramos nosotros así. Y viviéramos como quienes nada merecen y agradecen lo que la vida les da. ¿No te cuesta trabajo soportar –a mí sí, lo confieso– a esas personas que siempre están quejándose de todo, que nunca están contentos ni con el tiempo, ni con su salud, ni con su dinero ni con su familia? Te pueden amargar el día si te arriesgas a preguntarles: «¿Cómo estás?». Sin embargo, qué gusto da encontrar a gente optimista que siempre mira lo positivo de su vida.
Hagamos sólo una excepción. No nos conformemos jamás con lo cerca que estamos del Señor. Aspiremos a ser cada día más santos, a estar más unidos a Él.
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