Llevamos veinte siglos junto a ellas, y nos sigue costando entenderlas; mucho más aceptarlas. Las bienaventuranzas son como un tesoro oculto tras un muro. Aunque te aseguran que está ahí, ves el muro y te sientes incapaz de escalarlo. Escuchas: Bienaventurados los pobres en el espíritu… Bienaventurados los que lloran… Bienaventurados los perseguidos… y el ánimo se te viene abajo. ¿Quién desea para esta vida pobreza, llanto o persecución? Por eso, la segunda parte, la descripción del tesoro, te encuentra desanimado y te sientes incapaz de alcanzarlo.
Como casi siempre, nos equivocamos.
Quizá hay que leer las bienaventuranzas de atrás hacia delante para entender que es tan grande la dicha prometida que vale la pena cualquier renuncia por recibirla. De ellos es el reino de los cielos… ellos serán consolados… serán llamados hijos de Dios. Heredar el reino, poseer la tierra, ser hijo de Dios, ser consolado y saciado, encontrar misericordia, ver a Dios. Y todo ello en esta vida, mientras pasas hambre, lloras o eres perseguido; y después, ya sin mezcla de tribulación, en el cielo. Entonces te enamoras, te precipitas hacia los bienes eternos y das con gusto por perdido todo lo terreno.
Las bienaventuranzas son para enamorados.
(TOP10L)