Todo el evangelio de hoy cabe en la décima estación de Vía Crucis: Jesús despojado de sus vestiduras. Basta con imaginar al Hijo de Dios dejándose arrebatar la ropa y mostrando al mundo un cuerpo flagelado y despojado ya de su dignidad para entender:
Si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto.
Pero los ojos que contemplan esa décima estación deben buscar el alma de la escena, el alma del Hijo de Dios, si quieren realmente entender. Es el alma de quien tiene un tesoro en el cielo y, por ese tesoro, ha dado por perdidos todos los bienes de la tierra. Ese hombre desnudo y flagelado –y aquí es donde se requiere una mirada atenta a lo esencial– es un hombre plenamente feliz, tan dulcemente cautivado por el Amor de su Padre que puede permitirse, ante quienes le arrebatan sus bienes terrenos, ofrecer la misma resistencia que un cadáver. Cuando lo hayan despojado de todo, hasta de la vida, descubrirán que Él ya había escapado al cielo.
Ten tus delicias en el cielo, y así serás Eucaristía: Te dejarás comer por tus hermanos.
(TOI11L)