La Resurrección del Señor

mayo 2024 – Espiritualidad digital

Como un niño en brazos de su padre

Son varios los pasajes evangélicos en que Jesús muestra su predilección por los niños, o pide a los apóstoles que se hagan como ellos. Pero, en el evangelio de hoy, Jesús da un paso más, y hasta tal punto se identifica con los niños que llega a afirmar: El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí.

Ver a Cristo crucificado en el enfermo, en el humillado o en el pobre puede resultar fácil. Pero ¿cómo acogemos a Cristo en el niño?

La respuesta es sencilla: recordando que Cristo fue siempre un niño en brazos de su Padre. Lo llamaba «Abbá», como llaman los niños a sus padres. Era capaz de quedarse dormido como un niño en la barca agitada por la tormenta, sabiendo que su Abbá lo cuidaba. A su Abbá le pedía los milagros que realizaba, como pide un niño a su padre lo que ha de compartir con los amigos. A su Abbá gritó, llorando como un niño, en Getsemaní. Y, finalmente, sobre la Cruz murió entregando su Espíritu a su Abbá, como se duerme un niño en brazos de su padre.

¡Qué fácil es ver a Cristo en un niño!

(TOP07M)

Las dos señales

Retomamos el Tiempo Ordinario. Y, con esta memoria de Santa María, Madre de la Iglesia, la liturgia nos marca el camino, y nos sitúa ante las dos referencias que no debemos perder jamás de vista en nuestra marcha hacia el cielo:

Junto a la cruz de Jesús… El Crucifijo es, para el caminante, como la brújula que apunta al Norte. Tened siempre un crucifijo cerca; a mí me gusta llevarlo en el bolsillo y, muchas veces al día, acariciarlo con la mano o agarrarlo fuerte, como quien se apoya en el mejor báculo. Tenedlo también en casa, y miradlo con amor cuantas veces podáis. Que mirando se enamora el hombre.

Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre. La Virgen santísima es la mejor compañera de camino. Ella hace dulces las dificultades y suaves las cargas. Ella enjuga nuestras lágrimas y comparte nuestras alegrías. Ella dirige constantemente nuestra mirada a su Hijo, sobre todo cuando, al rezar el santo rosario, junto a ella contemplamos los misterios de la vida de Cristo.

El sacrificio de la Cruz, renovado cada día en el altar, y la Virgen santísima. No pierdas de vista esas dos señales, y llegarás al cielo.

(MMI)

Déjate quemar

El otro día, mientras explicaba a unos niños el misterio de Pentecostés, uno de ellos, de ocho años, me preguntaba: «¿Y no se les quemaban los pelos a los apóstoles con ese fuego sobre sus cabezas?»

Pues no. No se les quemaban los pelos. Se les abrasaba el corazón. Aquellos apóstoles, fríos y acobardados aún por el miedo a la muerte, se incendiaron en Amor y se precipitaron a las calles para anunciar a grandes voces el nombre de Cristo.

La gente se apasiona con menudencias como el deporte o la política. Cuando ves a una mujer que ostenta altas responsabilidades en el gobierno de tu nación dando botes y aplaudiendo como si fuera una cheerleader en un campo de fútbol te acabas preguntando si estás en buenas manos.

Sin embargo, qué pocos cristianos se apasionan con Cristo, que es quien merecería toda la pasión de todos los corazones. Se aburren en misa, se conforman con «cumplir»… No les arde el corazón. Diríase que se mantienen a distancia del Fuego, como para caldearse sin quemarse. Qué lástima.

No te quedes mirando. Es Pentecostés. Acércate, quémate, abrásate. Y, entonces, no te tendré que decir que anuncies. Porque, si te callas, reventarás.

(PENTB)

Señor de la vida y de la muerte

Las últimas palabras de Jesús en el evangelio de Juan son toda una declaración de su majestad:

Al verlo, Pedro dice a Jesús: «Señor, y este, ¿qué?» Jesús le contesta: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?».

Si quiero que se quede hasta que yo venga significa: «Soy Señor de la vida y de la muerte. Vuestra vida está en mis manos. Yo decido cuándo venís, y decido cuándo os marcharéis. Yo he vencido a la muerte, permanezco vivo y volveré a su tiempo». Nunca, antes de morir, Jesús había hablado con tanta claridad sobre su realeza y su poder.

Pienso en quienes, tantas veces, me dicen: «Padre, yo no sé qué hago ya en este mundo. Soy viejo y no sirvo para nada. ¿Por qué no me lleva ya el Señor con Él?». Y pienso, también, en quienes me dicen: «Padre, pídale a Dios que me sane, no quiero morir todavía, no estoy preparado»… Siempre respondo lo mismo: «Déjale eso al Señor. Él sabe».

Mi vida, Señor, es tuya. Tú decides. Me quedaré hasta que Tú digas. Tú me guardarás mientras me quede, y me llevarás al cielo contigo cuando decidas que debo marchar.

(TP07S)

El resumen del cuarto evangelio

SimónVa terminando la Pascua y, con ella, el evangelio de san Juan. Como si quisiera, en sus últimas páginas, condensar su esencia, al final todo el relato se resume en una pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

Y es que el cuarto evangelio es, principalmente, una historia de Amor. Todas sus páginas se resuelven en un romance humano y divino: Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais (8, 42). Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor (15, 9). El Padre mismo os quiere (16, 27). Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (14, 15). Los has amado a ellos como me has amado a mí (17, 23)… La lista completa sería casi interminable.

Éste es el resumen del evangelio de san Juan: La salvación del hombre consiste en amar a Jesús y acoger su Amor. Y ese Amor es el Espíritu, a quien con tantos deseos esperamos. Él es fuego tomado del corazón de Cristo y prendido en el corazón del cristiano. Él es, también, fuego del corazón del cristiano ofrecido a Cristo. Y Él es, por último, el fuego con que la Iglesia quiere incendiar la tierra.

¡Ven, oh Santo Espíritu!

(TP07V)

El gran deseo de Cristo

La oración sacerdotal de Jesús es la expresión de su gran deseo, del anhelo que movió a encarnarse al Hijo de Dios: Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros. Y ese deseo sólo lo cumplirá el Espíritu Santo, derramado como respuesta al sacrificio de Cristo. Ese Espíritu, que es el Amor del Padre y el Hijo, une en un solo cuerpo a todas las almas en gracia. A ese Espíritu lo esperamos anhelantes en Pentecostés.

En muchas parroquias estamos rezando estos días el decenario al Espíritu Santo. Porque sabemos que al Paráclito hay que prepararle el camino. Y no lo hacemos sólo rezando; queremos que, cuando llegue, nos encuentre realizando su obra.

Su obra es la unidad de los hombres en Cristo. Por eso, actuaríamos contra el Espíritu si no fuéramos, cada uno, fermento de unidad. ¿Acaso podrá el Consolador unir a los hombres si nos encuentra juzgando a los hermanos, chismorreando de unos, hablando mal de otros, o fomentando divisiones en la Iglesia?

Más bien, preparémosle el camino siendo, cada uno de nosotros, fermento de unidad allí donde estemos. Sanemos las heridas del Cuerpo de Cristo.

(TP07J)

No hay salvación fuera de Cristo

Qué frecuente, y qué peligrosa es esa convicción que lleva a muchos a pensar que, como Dios es bueno, al final todas las almas se salvarán. Y, por tanto, si pido por mi hijo, pediré que encuentre un buen trabajo y una buena novia. Lo de que no quiera ir a Misa ni confesarse no creo que sea problema. Con lo bueno que es Dios, no acabará en el infierno.

Del infierno, precisamente, viene esa falsa tranquilidad. Es un narcótico con que el Maligno adormece las conciencias, para que no participen de la angustia de Cristo por la salvación del hombre. Porque lo cierto es que las cosas no son así:

Yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura.

Estas palabras del Señor no son una sentencia firme de condena para Judas. Al traidor aún le quedaban horas de vida y, mientras queda vida, la mano misericordiosa de Cristo sigue tendida hacia el hombre. Pero quien no la tome, quien no abrace a Cristo como Salvador, no podrá salvarse, porque no hay salvación para el hombre fuera de Cristo.

(TP07X)

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