Imagina una tormenta en el Océano. Las aguas de la superficie se encrespan, las olas se levantan enfurecidas buscando las nubes, los vientos se desatan y a los hombres que navegan los devora la angustia. Si pudieras lanzarte al agua y sumergirte hasta las profundidades abisales, en lo profundo descubrirías silencio y aguas calmadas; nada que ver con el alboroto de la superficie.
La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón. El mundo vive en la superficie. La paz que anhela es un momento de calma entre tormenta y tormenta. «¡Qué bien estoy aquí!», se dice el ingenuo cuando, tras la jornada de trabajo, ha llegado a casa y se recuesta en el sillón mientras abre una cerveza. Diez minutos después, una llamada de teléfono con un aviso urgente lo ha levantado y sacado a la calle.
El alma en gracia vive sumergida en Dios, en aguas profundas, saboreando la paz de Cristo. Y, aunque por fuera se mueve al ritmo de las olas, como los demás, su ancla está fuertemente clavada en la Roca. Tiene vida espiritual. Por eso su paz es inalterable.
(TP05M)