La Resurrección del Señor

6 abril, 2024 – Espiritualidad digital

La divina misericordia y las manos de los sacerdotes

El domingo de resurrección comenzó con una explosión de luz, y culminó, al caer la tarde, con un derramamiento de agua.

Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. En la versión que nos ofrece san Lucas, Jesús dice a los apóstoles: Se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén (Lc 24, 47).

Ambas declaraciones nos llevan a la misma imagen: Un río de agua que brota del costado de Cristo y recorre la Historia y el Orbe limpiando los pecados de los hombres. Y ese río pasa, siempre, a través de las manos de los sacerdotes. A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados. Nadie, por más que lo pretenda, se confiesa «directamente con Dios». El caño de la divina misericordia en la Iglesia son las manos de los presbíteros. A ellas debemos acudir para beber de las fuentes de la salvación.

¡Bendita gracia, efusión de la divina misericordia! Ella limpia el pecado, llena de Dios el alma y nos convierte en templos. Y bendito sacerdocio, que convierte a hombres pecadores en dispensadores de tesoros celestiales.

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Un Evangelio escrito por escépticos

No puedo agradecer, ni a Dios ni a los hombres, un pecado, porque el pecado es el mal absoluto. Pero agradezco a Dios que permitiera esa falta de fe de los apóstoles que, al fin y al cabo, tan creíble ha hecho al Evangelio. ¿A qué me refiero? A que quienes nos han transmitido el hecho central de nuestra fe, la resurrección de Cristo, no eran, precisamente, unos fanáticos dispuestos a seguir la fiesta a toda costa tras la muerte de Jesús, sino unos auténticos cabezotas que se negaron a creer hasta que no tuvieron más remedio.

Estaban de duelo y llorando… No la creyeron… no los creyeron… Jesús les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado.

Éstos son quienes nos han transmitido el Evangelio: unos escépticos, unos pecadores que creyeron a su pesar, y sólo cuando habían visto. Pero a estos escépticos habrá que reconocerles que, una vez convertidos, no pudieron dejar de hablar, durante el resto de sus vidas, de cuanto habían visto y oído.

Me es mucho más fácil creer en un Evangelio escrito por escépticos que en un panegírico escrito por admiradores.

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