Cada vez que comulgues, sé consciente de que heredas dos promesas. Y, si crees en ambas al comulgar, las dos se cumplirán. No lo dudes.
El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna. Esa promesa va referida al alma, y se cumple, cuando se comulga con fe, en el mismo momento de la comunión. Con tanta intimidad se une el alma a Cristo en la comunión, que es llevada al cielo y asentada allí, en el mismo trono del Hijo de Dios a la derecha del Padre. Y te aconsejo que, después de comulgar, no te retires de ese trono. Quédate allí sentado mientras trabajas, comes, bebes, ríes, lloras, conduces, compras o descansas. No permitas que las urgencias de la vida retiren tu alma de ese trono. Así vivirás vida eterna, tendrás paz y darás paz.
Y yo lo resucitaré en el último día. Esta promesa es para el cuerpo, y terminará de cumplirse cuando Cristo vuelva sobre las nubes. Pero ya, desde la comunión, queda tu cuerpo tan asociado al del Señor que tu muerte es participación en su Cruz y tu sepulcro será el de José de Arimatea. Ese cuerpo que ha comulgado resucitará.
(TP03V)