Me he quejado muchas veces de esa versión abreviada y mutilada del primer mandamiento del Decálogo que enseñamos a los niños: «Amarás a Dios sobre todas las cosas». Apenas se parece a lo que Yahweh reveló a Moisés.
El primero es: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser».
Antes de que nos mande amar, Dios nos pide que escuchemos, y que aprendamos que Él es el único Señor. No lo aprenderemos si no escuchamos; por eso, todo comienza con abrir el oído y acoger la palabra de Dios. Si acogemos esa palabra, pronto nos daremos cuenta de quién es el que habla, y caeremos rendidos ante su majestad. Entonces, sólo entonces, podremos amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser. Porque ¿cómo amarás a quien no conoces? Y ¿cómo conocerás a quien no escuchas?
Como segundo fruto de esa escucha, cuando aprendamos que Dios es el único Señor, dejaremos de pedirle a los demás que sean perfectos, y sabremos amarlos como Dios los ama: tal como son.
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