Las palabras de Cristo sobre el adulterio requieren una explicación. Pues fácilmente podría alguien, al leerlas en español, identificar concupiscencia con pecado.
Todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón.
El deseo al que se refiere el Señor no es la apetencia de la carne, sino el consentimiento de la voluntad. La carne –nos dice san Pablo– desea contra el espíritu (Gál 5, 17). Esa mera tendencia de la carne hacia su satisfacción nos tienta, pero no nos mancha. La carne siempre querrá bajarse de la Cruz y buscar sus consuelos. Pero, mientras el deseo del espíritu esté en la Cruz, amando, no el dolor, sino el amor y la obediencia de Cristo, ese espíritu, ayudado del Espíritu, someterá los deseos de la carne. Sufrirá al someterlos, pero honrará a Dios.
Sin embargo, cuando la carne arrastra con ella al espíritu y lo aparta de la Cruz, haciéndole desear el pecado, el hombre, al entregar a la carne su voluntad, ya ha pecado y ha renegado, como el mal ladrón, del Crucifijo.
En resumen: el deseo del que habla Jesús en esta enseñanza no es un «me apetece», sino un «quiero».
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