La Resurrección del Señor

Tiempo Ordinario (ciclo par) – Página 4 – Espiritualidad digital

«Todo es vuestro»

Si los fariseos hubieran querido entender en toda su profundidad las palabras de Jesús, lo habrían lapidado allí mismo. Pero estaban demasiado ocupados en acusar a los apóstoles, quienes iban arrancando espigas en sábado.

¿No habéis leído nunca lo que hizo David, cómo entró en la casa de Dios, comió de los panes de la proposición y se los dio también a quienes estaban con él? El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado.

Leedlo bien. Cristo se está proclamando Señor, es decir, «Dueño». Él es el Dueño del campo, Él es el Dueño del sábado, Él es más rey que David… ¡Él es Dios! Él es el Hombre para quien se hizo el sábado, destinado a albergar el descanso del Hijo en un sepulcro nuevo. Leídas así, las palabras de Cristo son una auténtica declaración de soberanía y majestad divinas.

Y, en ese caso, los apóstoles, y también nosotros, que caminamos junto a Él, somos los amigos del Esposo, estirpe de reyes.

Vuelve ahora a leer a san Pablo: Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1Cor 3, 23).

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Ayunos laicos y cuerpos entregados

desayunoNo sé si he cometido una imprudencia, pero a las personas que, durante las pasadas navidades, se me acusaban de haber comido demasiado les he respondido que era Navidad y que comiesen lo que quisieran, que no era pecado. Quizá el pecado sea mío, porque a veces pienso que lo que les duele no es tanto el pecado como el haber ganado kilos. Bah, ya adelgazarán… o no.

Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan. Los discípulos de este mundo también ayunan. En cuanto terminan las navidades, comienza esa cuaresma laica de ayunos intermitentes y gimnasios frecuentes, con todo tipo de ejercicios ascéticos que no llevan a más mística que la del espejo.

Nosotros procuramos cuidarnos, porque nuestros cuerpos son templos de Dios y no nos pertenecen. Pero no adoramos al cuerpo. Si ayunamos, no nos mueve el afán de recuperar la línea (menuda línea, siempre acaba en curva por más que te empeñes), sino el deseo de unirnos a la Cruz de Cristo con nuestras pequeñas privaciones.

 Y, dicho esto, ya hace ocho días que acabaron las navidades. No te vendrá mal ayunar un poco, para así recordarle al cuerpo que debe servir a Dios.

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Tú que has venido a llamar a los pecadores

vocaciónSi hay algo que pueda impedirnos entrar en el cielo, ese algo, tenedlo por seguro, no son nuestros pecados. Cada vez que, al comienzo de la Misa, el sacerdote aclama: «Tú que has venido a llamar a los pecadores, Señor, te piedad», deberíamos recordarlo. Por si fuera poco, también hoy nos lo recuerda el Señor: No he venido a llamar a justos, sino a pecadores.

Nuestros pecados no espantan al Señor; al contrario, lo mueven a misericordia, lo cual no quiere decir que debamos pecar para alcanzar perdón. Dios odia el pecado, que taladra el corazón de su Hijo en la Cruz. Pero los pecadores siempre hallamos, en ese Hijo, Amor y misericordia. Cristo te ama como eres, también cuando lo has traicionado. Si lo miras entonces, lo verás sonriente, con sus brazos abiertos para ti.

¿Sabes lo que puede impedirte entrar en el cielo? La tibieza, el desamor, la dureza de corazón que te lleva a pactar con tus pecados y a cometerlos frívolamente, sin dolor ni arrepentimiento. Porque, a quien ama, el pecado le duele, le lleva a la confesión y a la lucha. Pero, a quien no ama, ¿quién podrá redimirlo, si no quiere acoger la misericordia?

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Esta multa me la ha pagado alguien

Realizando un adelantamiento, por apenas unos metros rebasé la línea continua. Y, poco más allá, me esperaba un guardia civil con bigote que detuvo mi automóvil. Bajé la ventanilla, el guardia se fijó en mi alzacuellos, y me dijo: «Tengo dos opciones: o le perdono la multa y voy a la cárcel, o le multo y voy al infierno. Márchese, padre». He rezado por él desde entonces. No quiero que vaya a la cárcel ni al infierno.

Pero Jesús no perdona los pecados como perdona una multa un guardia civil. El guardia se permite hacer bromas mientras practica la misericordia; Jesús, en cambio, perdona los pecados padeciéndolos, sufriendo cada uno de ellos.

Hijo, tus pecados están perdonados. Fue gratis para el paralítico. No para Jesús. Jesús sufrió, en la cruz, todos y cada uno de los pecados de aquel hombre. Y los tuyos. Y los míos. Cuando vamos a confesar, la absolución nos sale gratis. A Él no.

Por eso, cuando, ante una tentación, el demonio te susurre: «No pasa nada, luego te confiesas y te lo perdonará el Señor», no le escuches. Más bien, piensa: «Si peco, lo tendrá que sufrir el Señor». Aunque a ti te salga gratis.

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La redención por contacto

sacerdoteHay quienes sueñan con redimir el mundo por control remoto. Piensan –y con razón– que el mundo está muy sucio, y no quieren acercarse demasiado para no mancharse con los pecados ajenos ni ser perseguidos a causa de su fe. Entonces se encierran en el templo, convocan oraciones, adoraciones, reuniones y celebraciones en compañía de los suyos, de los «limpios». Y desde allí, bien protegidos, aislados en burbujas piadosas, rezan por ese mundo malvado.

Pero san Francisco comenzó su aventura besando a un leproso. Y Jesús, mientras los judíos se alejaban del enfermo para no contaminarse con su impureza, extendió la mano y lo tocó, sin miedo a la lepra ni a la maldición. Benditas manos del Salvador. Son limpieza que no se mancha a tocar la suciedad, sino que la limpia; salud que no enferma al contacto con la enfermedad, sino que la sana.

Quienes leéis estas líneas sois, sobre todo, seglares. Y no debéis olvidar jamás que tanto vosotros como yo –que soy sacerdote secular– redimimos almas como el Señor, por contacto. No estamos llamados a vivir encerrados en ambientes piadosos, sino a tocar el pecado del mundo y sanarlo. ¿Con quién cenarás el próximo fin de semana?

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La religión del ateo

La salud es la religión del ateo. Ya sabes, lo que importa es tener salud. ¿Qué pides para el año nuevo? Sobre todo, salud. Es una religión raquítica, llega la muerte, se cae el ídolo y se viene abajo todo el montaje, como en «Barbie». Me ha hecho gracia esa película.

Él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Qué suegra tan lista. Ella sola basta para dejar en evidencia a todos los idólatras de la salud. Porque, cuando el Señor la sanó, impartió una lección magistral a multitud de necios que en el mundo han sido: La salud se nos ha dado, no para que la disfrutemos, sino para que la entreguemos, para que la empleemos en servir a Cristo, el Dios verdadero, y al prójimo.

Si lo que importase fuera tener salud, estaríamos todos abocados a la desgracia. Pero si lo que importa es servir y amar a Dios, entonces la salud sirve para gastarla, y la enfermedad para ofrecerla junto a la Cruz y redimir, con ella, al mundo entero. De ese modo, en salud y enfermedad, el Amor de Dios todo lo llena.

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Estirpe de reyes

Conocéis bien la distinción entre poder y autoridad. Hay gobernantes corruptos que, aunque detenten el poder, perdieron su autoridad; no inspiran respeto a nadie. Y hay ancianos sabios que, aunque apenas pueden moverse, son una verdadera autoridad para quienes buscan en ellos consejo.

Cristo tiene, por naturaleza, todo el poder y la autoridad de Dios. A su poder renunció, y por Amor aceptó ser azotado y crucificado. Pero su autoridad no la perdió jamás. Lo vemos siempre como rodeado de un halo de majestad. Es un Señor.

Les enseñaba con autoridad y no como los escribas. Los escribas aburrían al sueño. Nadie, jamás, se aburrió escuchando a Jesús. Las gentes caían rendidas o se enfurecían, pero a nadie dejó indiferente. Lo de Pablo con Eutico es asunto aparte.

No podías mirarle sin tener la sensación de estar viendo a un rey. Eso les sucedió a los demonios, que huyeron despavoridos, pero le sucedió también a Pilato, y a los soldados que, en Getsemaní, quisieron prenderlo. Y al buen ladrón, porque hasta en la Cruz conservó Jesús su majestad. Nadie se la pudo arrebatar.

Llevamos su sangre; somos estirpe de reyes. Que se nos note; no entreguemos esa dignidad al pecado.

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