La Resurrección del Señor

Adviento – Página 3 – Espiritualidad digital

Guarda los perros

El anuncio de Juan es un «clásico» del Adviento: Preparad el camino al Señor. Pero ¿qué quiere decir? ¿A qué camino se refiere?

Todos los días salgo a rezar el rosario por las calles de mi parroquia, y, al pasar junto a determinados chalets, me sobresaltan los ladridos de perros furiosos que se echan contra el seto deseando devorarme. Como ya me conozco qué casas son, conforme me acerco rezo para que no se despierte el sabueso de los Baskerville. Y pienso: «Como un día me llamen de esa casa para llevar la comunión a un enfermo, les diré que, si no guardan a esa fiera, el enfermo se muere sin comulgar». Es decir, tendrán que prepararme el camino.

Vives en un fortín. Mientras nadie amenace tu «zona de confort», tratas bien, de ventana a ventana, con el vecino de al lado. Y mientras Jesús no cruce la puerta del jardín, ya te encargas tú de salir a rezar y hablar con Él. Pero como alguien te rompa los planes, o te perturbe denunciándote un defecto, le echas los perros.

Cristo viene a invadir tu vida. Y, como no te dejes invadir, no entrará. Prepárale el camino, guarda los perros.

(TAB02)

Extenuados y abandonados

Habían pasado más de mil quinientos años desde la marcha de Jesús al cielo, y fray Luis de León recogía la nostalgia con que la Iglesia quedó herida cuando su Pastor se alejó de ella: «Y dejas, Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, en soledad y llanto, y Tú, rompiendo el puro aire te vas al inmortal seguro». Qué delicia, leer esos versos cuando hace ya dos mil años que el rostro de Jesús se ocultó.

Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Te echamos de menos, Señor. Por eso gritamos: «Marana Tah», «¡Ven, Señor Jesús!». Estamos extenuados y abandonados, porque nuestros ojos vagan por el mundo buscando tu reflejo y nada los sacia.

¿Por qué tardas tanto? ¿No tienes miedo de que te olvidemos, de que no reconozcamos ya tu rostro cuando vengas? ¿No tienes miedo de que nos acostumbremos a este mundo, de que hagamos hogar en este destierro, y dejemos de esperarte? ¡Te la has jugado muy fuerte con nosotros, Señor!

¡Qué consuelo, escuchar tu promesa!: Ya no se esconderá tu Maestro, tus ojos verán a tu Maestro (Is 30, 20).

(TA01S)

(Sin perdón): La culpa es tuya

La culpa la tienen los demás, ya sabes. No es que hayas perdido la paciencia, es que no te dejan en paz. No es que estés de mal humor, es que, con éstos, no es para menos. No es que hayas dejado la oración, es que no te dejan rezar con tanto pedirte cosas. No es que estés juzgando al prójimo, es que son todos unos impresentables. No es que no hagas bien tu trabajo, es que te lo ponen imposible.

Pero no tienes razón. Porque si tu vida estuviera asentada en Cristo, nada ni nadie te haría perder la paciencia ni, desde luego, la paz. Fíjate en aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.

Si sigues engañándote y culpando a los demás, tus males no tienen remedio. Porque ellos no van a cambiar porque tú te enfades. Pero si quieres afrontar la verdad, verás que la culpa es tuya, que eres tú quien debes cambiar para asentar tu vida sobre la Roca, que es Cristo. En ese caso, felicidades: todo tiene arreglo. Conviértete.

(TA01J)

Toda victoria termina en un banquete

«Cuando te cures, iremos juntos a cenar a ese restaurante que tanto nos gusta». Se lo decían tres hermanos a su padre, gravemente enfermo en la habitación de un hospital. No sé si cumplieron su promesa. Sé que el padre se curó. Y sé también que el banquete no significa sólo comida; significa también triunfo. ¿Os acordáis de Astérix? La última viñeta de aquellos cómics era siempre un banquete.

En aquel día, preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos (Is 25, 6). Con no menos ilusión que aquella familia debemos nosotros esperar el banquete final, la última viñeta de esta aventura divina del combate por la santidad. El propio Dios nos promete que, cuando nos curemos, lo festejaremos con un banquete eterno, cuya alegría no tendrá fin.

Tomó los siete panes y los peces, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente. Tan bueno es Dios que, para que no desfallezcamos, cada día nos da a pregustar el aperitivo del banquete final. En cada misa saboreamos ya las mieles de la victoria prometida. Así da gusto luchar.

(TA01X)

Lo que sólo un niño puede alcanzar

Ante su Padre, a quien llamaba «Abbá», Cristo fue un niño durante toda su vida. Por eso era capaz de permanecer dormido en una barca agitada por las olas. Sólo los bebés que están en brazos de sus padres duermen así. También en la Cruz durmió como un niño, entregando primero el Espíritu a su «Abbá».

Dentro de unas semanas, Cristo se nos mostrará así, con la sencillez de un niño. A ese niño nos lo presenta Isaías capaz de domesticar leones, pero, a la vez, en su sencillez penetra los misterios inefables de su Padre. Porque las verdades que las palabras no pueden expresar sólo son accesibles a la sencillez.

Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Durante estas semanas, también nosotros tendremos que hacernos niños si queremos amarlo y ser amados por Él.

El Adviento es un período de decrecimiento, o, si lo prefieres, de abajamiento. Busquemos las virtudes que nos hacen niños: la humildad, la sencillez, la obediencia, la confianza, la docilidad, la mansedumbre… Acércate a la Virgen. Qué fácil es ser niño en sus brazos.

(TA01M)

Subamos al monte del Señor

Confieso que el pensamiento de la muerte me produce, no miedo, sino pánico. Será porque soy humano y he sido creado para vivir, no para morir. Pero siempre que he estado en Jerusalén el miedo se ha desvanecido. Me parece que, si muriera allí, alcanzaría la gloria de inmediato. Ese lugar es el vértice del cielo, la cima donde tiempo y eternidad se juntan. Siempre he pensado que, cuando el Señor vuelva, Jerusalén será el emplazamiento perfecto, la primera fila.

Y es que el comienzo del Adviento es como un ángel tocando la campana en lo alto de un monte, y llamando a todos los pueblos a reunirse allí para aguardar a Cristo.

Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos. El centurión de quien nos habla hoy el evangelio era romano, pero acudirán también a esa llamada habitantes del Orbe entero.

No podemos ir ahora a Jerusalén. Ni falta que hace. Recógete en el centro de tu alma, y congrega en lo alto de ese monte al pensamiento, a la mirada, al corazón, a todas tus potencias y sentidos. Allí está a punto de venir el Señor.

(TA01L)

¿Realmente lo deseamos?

El Adviento se inicia con dos gritos lanzados desde las dos orillas de un mar: «¡Ven, Señor Jesús!», «¡Viene el Señor!». El primer grito lo proferimos, y el segundo lo escuchamos.

¿Cómo nos alegraríamos al saber que Cristo viene, si primero no lo hemos llamado con verdadera hambre de Dios? ¿A alguno de vosotros le alegra saber que la comida está en la mesa cuando se encuentra saciado tras haber pasado la mañana de bar en bar con los amigos?

¿Somos sinceros cuando gritamos «¡Ven, Señor Jesús!»? ¿Realmente creemos que lo necesitamos? Si somos capaces de pasar un día entero sin pensar en Dios, y no morimos de tristeza, ¿no viviríamos como un estorbo el que Cristo rasgase el cielo y regresara antes de que acabemos la serie de Netflix? ¿No acabaríamos pidiendo que esperase un poco, que no fuera tan deprisa, que nos diera tiempo a tomarnos antes las vacaciones o a ver crecer a los nietos?

Quizá necesitamos un ayuno antes de gritar: «¡Ven, Señor Jesús!» y escuchar: «¡Viene el Señor!». Quizá nos haga falta un lavado de estómago, recuperar el hambre y reconocer que es hambre de Dios…

No sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.

(TAB01)

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