Cualquiera que ame locamente a Jesucristo comprende bien el impulso de María Magdalena. Cuando, tras escuchar su nombre pronunciado de aquel modo inconfundible, sus ojos descubren los ojos del Señor y lo reconocen, se abraza a sus pies dispuesta a encadenarse a ellos de por vida. Es lo que pide el corazón: abrazar a Jesús y no dejarlo escapar jamás.
Pero el Maestro le dice: No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos… Sé que me amas, pero no puedes estar todo el día ante el sagrario, porque todavía no he subido al Padre. Aunque la Cabeza esté en el cielo, mi cuerpo sigue en la tierra, y mis miembros, que sois vosotros, aún tenéis mucho trabajo que hacer. Es preciso completar la redención del mundo, es necesario que vayáis, y anunciéis a los hombres la buena noticia hasta que Yo vuelva. Ese día subiré del todo al Padre, y me abrazarás para no soltarme jamás.
Hasta que ese día llegue, moraré en tu alma, preso de Amor por ti. Pero tu cuerpo debe recorrer los caminos de la tierra, mientras tus labios gritan: He visto al Señor y ha dicho esto.
(TP01M)