Todos los lunes por la mañana, en nuestra parroquia tiene lugar «la cuenta». La empleada del despacho y un miembro de la junta de economía parroquial se reúnen para contar el dinero obtenido en las colectas del fin de semana. Se vuelca la bolsa sobre la mesa, y allí nadie sabe de dónde procede cada euro. Se compara el total con el presupuesto, y conforme a eso sabemos si la colecta ha sido buena, mala o regular.
Mientras tanto, Dios hace su propia «cuenta». Y la hace con el olfato. Porque Él huele cada ofrenda. Y algunas monedas le huelen a amor, mientras algunos billetes le huelen a rancio.
Esa viuda pobre ha echado más que todos, porque todos esos han contribuido a los donativos con lo que les sobra, pero ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir. Aquellas monedas de la viuda eran como los cinco panes que un niño le entregó en el monte. Poca cosa, en apariencia, pero, para quienes lo entregaban, lo eran todo.
A quienes tenemos que cubrir unos gastos nos importa la cantidad. Pero a Dios una gota de perfume le alegra más que cien litros de agua sucia.
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