Me parecen palabras misteriosas. Pero su misterio me sobrecoge como un abismo de luz: Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Todo el que escucha al Padre, y aprende, viene a mí.
¿Y cómo se escucha al Padre? Tengo que entrar en lo más profundo de mí mismo, necesito silencio: Oigo en mi corazón: buscad mi rostro (Sal 26, 8).
Descubro en mi corazón un hambre y una sed insaciables. Si intento calmarlas con los consuelos de este mundo, al punto de probarlos me embriagan, pero después quedo insatisfecho y vacío. Ni el dinero, ni el poder, ni el afecto de las criaturas, ni los placeres de la carne pueden apagar esa hambre y esa sed. Aunque tomase el mundo entero y me lo tragase, al poco tiempo estaría de nuevo hambriento y sediento.
Pero si dejo de comportarme como un necio y decido no calmarlas, esa hambre y esa sed son la voz del Padre dentro de mí. Él las alumbró. Y Él mismo, el Padre, a través de esa hambre y esa sed me está diciendo: «Buscad mi rostro». Sólo Cristo, el rostro de Dios encarnado, puede saciar mi corazón.
(TP03J)