¡Que aproveche!

Decía Aristóteles que, para que dos personas se considerasen amigos, debían haber consumido juntos varios kilos de sal. Dejando aparte a los hipertensos, que estarían condenados a la soledad, eso supone muchos kilos de carne, de pescado, de pasta y de huevos. ¡Que nos los digan a nosotros! Nuestra amistad con el Señor se forja, en buena medida, en el banquete de la Eucaristía, tan salado que nos convierte en «sal de la tierra».

Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos. ¿Con quién compartes el salero? ¿A quién invitas a tu casa a comer? ¿Con quién quedas a cenar en tu restaurante favorito? Porque, si sólo comes con personas que comparten tu misma fe, aunque pases un rato agradable y la comida esté deliciosa, poco aprovecha a tu alma y al mundo tu gasto en sal.

Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos. Ojalá tus mejores amigos, aquellos con quienes comes y cenas, sean quienes más necesitan tu sal: ateos, agnósticos, y todos aquellos que viven sin Dios. Si así lo haces, con gusto te diré: «¡Que aproveche!»

(TOI31L)