¿Por qué predicar?

Una verdad clara y distinta que un servidor tiene ampliamente contrastada y proclamada es que, en este planeta, todo el mundo hace lo que le da la gana. Eso convierte la predicación en un fracaso anunciado. Si alguno cree que con su predicación cambiará el mundo, o es un niño, o es un idiota. La gente acude a la iglesia, escucha al predicador, se queja si no le gusta y aplaude si le gusta, pero todos, sin apenas excepción, salen después del templo y siguen haciendo lo que les da la gana.

Vino Juan el Bautista, que ni come pan ni bebe vino, y decís: «Tiene un demonio»; vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: «Mirad qué hombre más comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores».

Entonces… ¿por qué predicar? Por el fracaso mismo. Porque no es la fuerza del discurso la que mueve el mundo, sino el sacrificio redentor de la Cruz, al que se une el fracaso de la predicación. Ese fracaso, ofrecido a Dios, obtiene para los hombres el Espíritu y hace nacer hijos de la sabiduría, los únicos que le han dado la razón. Son, también, hijos del fracaso. Bendito fracaso.

(TOI24X)