Nada, nada, nada…
La liturgia es maravillosamente desconcertante. Cuando, en la mañana de Navidad, acudes a Misa esperando encontrarte a María, José, el Niño y los pastores, en su lugar encuentras a san Juan hablando del Verbo que existía desde el principio. Y cuando, en la mañana de resurrección, te acercas al templo esperando encontrar a Jesús resucitado, en su lugar encuentras… Nada.
Vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado.
«Nada, nada, nada, nada… y, en el monte, nada». Son palabras de san Juan de la Cruz. Porque hay nadas que lo dicen todo, como hay silencios que gritan. He estado muchas veces en ese sepulcro, y ¿qué he visto allí? Nada. Una nada jubilosa. Si me atreviera a profanar esa nada traduciéndola en palabras, emplearía éstas:
¡No está aquí!
¡Pero está! No en el sepulcro, desde luego, en los sepulcros están los muertos. La misma alegría que llena el alma ante esa nada es presencia de Cristo. ¡Está en mi alma, en el altar, en la Iglesia! ¿No veis que lo llena todo?
Todo, todo, todo… ¡Abrid los ojos! Como Juan, ved y creed que Cristo ha resucitado. ¡Aleluya!
(TPB01)