Hay una frase en la parábola de los viñadores homicidas que se clava en el alma como un puñal: Tendrán respeto a mi hijo. ¡Pobre padre, aún pensaba hallar en esos asesinos una sombra de consideración! Hay otra frase que brota, como sangre, de la herida; pero la dejo para el final.
Tendrán respeto a mi hijo. Podría haber sido así. Aquellos viñadores, arrepentidos de sus crímenes, podrían haber recibido al joven con cariño y honores, como al hijo del amo, y haberle entregado los frutos junto a una compensación por la muerte de los criados que lo precedieron. Pero no fue eso lo que sucedió.
Aquel hijo venía a pedir en nombre de su padre los frutos que le correspondían, y los viñadores le quitaron incluso lo que tenía: Venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia. Lo matamos, sí, lo matamos nosotros, porque todos tomamos parte en ese crimen perpetrado en el Gólgota.
Y allí, en el Gólgota, ese Hijo, en lugar de implorar venganza, se entrega como Víctima a su Padre para que seamos limpios de nuestras culpas y obtengamos el perdón.
Entonces, considerando cómo hemos sido redimidos, sangra el corazón diciendo: «¡Qué bueno es Dios!»
(TC02V)