Me dice un feligrés: «Padre, me preocupa mi intención. Rezo y vengo a misa, pero no sé si lo hago por amor a Dios o por lo bien que me siento cuando estoy rezando». Le he respondido que no se preocupe demasiado. No se sentiría tan bien si no amara a Dios. Además, muchas veces Dios se sirve de nuestros deseos de satisfacción para movernos a hacer su voluntad.
Cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: «Amigo, sube más arriba». Entonces quedarás muy bien. El motivo que Jesús les propone para obrar con humildad no es, precisamente, muy sobrenatural. Se sirve de los deseos que aquellos hombres tenían de quedar bien para invitarles a ser humildes. Ya irán purificando la intención más adelante.
Es cierto: incluso para esta vida compensa obrar santamente. Se vive mejor rezando que sin rezar. Cae mejor el humilde que el soberbio. Consigue más el manso con cariño que el colérico con ira.
Aunque esa ventaja «temporal» tiene fecha de caducidad. El camino siempre termina en la Cruz. Por eso debemos ir purificando la intención, hasta que nuestros deseos estén en el cielo.
(TOI30S)