No me gustan las grandes exhibiciones de catolicismo. No van con nuestro espíritu. Veo a una mujer casada que lleva colgando un enorme crucifijo, y no puedo evitar pensar que parece un obispo. Pero no es un obispo: tiene cinco hijos. Mamá, ¿por qué te pones eso? Veo a un señor en el tren rezando el rosario. Y sé que está rezando el rosario porque lleva en las manos un rosario kilométrico, digno del cíngulo de un fraile capuchino. Oiga, señor, ¿eso es un collar?
No me convence.
Cosa distinta son los signos sencillos: un pequeño crucifijo en la mesa de trabajo, un escapulario que no te quitas cuando te bañas en la piscina, una imagen de la Virgen en el salón de tu casa… Creo en esos signos. Y en mi alzacuellos.
Pero no hace falta vociferar. Lo nuestro es mucho más natural. Estamos enamorados y se nos nota en la cara. Nada hay oculto que no llegue a descubrirse. Sales de rezar, o de comulgar, y estás radiante. ¿Qué te pasa? Se te ve feliz. Es que he estado con Dios. Y esa sonrisa, y la alegría que transmites, te sientan mejor que el ir gritando: «¡Soy católico!».
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