Está claro que las tragedias del Señor no son las nuestras. No sería grave, si el Señor no fuese Dios. Pero, si el Señor es Dios, eso significa que nos equivocamos de tragedias continuamente. Enferma gravemente un familiar y, para evitar la «tragedia», rezamos pidiendo que se cure. Pero, entre rezo y rezo, ni siquiera le invitamos a que reciba la santa Unción. Vemos a un pobre, y pensamos más en su estómago que en su alma. «Dale de comer primero, y ya le hablarás de Dios después. No puedes evangelizar a quien tiene el estómago vacío». Y ni siquiera reparamos en que Jesús reservó su bienaventuranza para los pobres y los hambrientos.
¡Ánimo, hijo!, tus pecados te son perdonados. Los hombres creían que la principal tragedia del enfermo era su parálisis. Jesús sabía que su verdadera tragedia era su pecado. No dio pan primero y Dios después, sino que se apresuró a sanar el alma y, sólo entonces, se fijó en la parálisis de sus piernas para curarla también.
Estamos ciegos porque la televisión ha quemado nuestros ojos. Y no hay más tragedia que la que anuncian las pantallas. Pero hace mucho que las cámaras dejaron de buscar almas.
(TOI13J)