Las fiestas de los ángeles son luminarias que se encienden en la bóveda de la Iglesia. Una luz muy blanca y muy pura ilumina a las almas cuando celebran, en asamblea, a los espíritus celestes.
No son días para decirle a nadie lo que debe hacer. Son días para contemplar, dejarse bañar en claridad y disfrutar.
Porque, en nosotros, siempre andan mezcladas luces y sombras. Sería hermoso si fuera obra de un artista, pero no lo es. Porque las sombras vienen del pecado o apuntan a él. «Padre, no sé si hago esto por amor a Dios, o para que vean lo bueno que soy». «Lo haces por las dos cosas. Amas a Dios, y te complaces cuando recibes la aprobación de los demás. Ve purificando esa intención… pero nunca la habrás purificado del todo en esta vida». Así somos. El «sí» y el «no» se mezclan en cuanto hacemos.
Veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre. Los ángeles, en cambio, son puro «sí». Y si contemplamos en Miguel ese poder, ese cariño en Rafael y esa fidelidad en Gabriel… ¡qué no serán los serafines y querubines! ¡Cuánta luz!
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