Odio profundamente esa fiesta de Halloween que se ha introducido como un ladrón en Europa. Pero, más allá de cuestiones morales, más allá de los riesgos de juguetear con el mal, odio Halloween porque amo la belleza, y la muerte es lo más feo de este mundo. Una sociedad que juega con la fealdad y la ensalza es una sociedad que camina hacia su descomposición. ¡Cómo va a gustarme ver a los niños de mi parroquia convertidos en mamarrachos, vestidos de esqueletos y con calaveras en las manos!
La muerte es fea. Se nota que entró en el mundo por envidia del Diablo. Lleva su hedor y su aspecto.
Y, sin embargo… Os aseguro que nada hay más hermoso que la muerte de un cristiano. Se hace presente en ella toda la belleza del Crucifijo. He visto a ancianos morir sonriendo, mirando al cielo. Los he visto clavar los ojos en un punto de su habitación, mientras decían que venía la Virgen a por ellos. Y no morían de cáncer, morían de alegría.
Por eso, si alguien quiere celebrar la muerte, que acompañe al sacerdote mientras visita a los enfermos. Y verá a la muerte convertida en vida, vida eterna.
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